DIPLOMÁTICOS

El diplomático, junto con el militar y en menor medida el comerciante (que no trabaja directamente para el Estado) es uno de los actores tradicionales de la vida internacional. Servidor del Estado, e incluso de un solo Estado, el diplomático también es uno de los agentes de la paz entre las naciones.

 

El diplomático existe desde que la humanidad se organizó en sociedad, pero su papel se afirmó considerablemente durante la guerra de los Treinta Años (1618-48), en el transcurso de las largas negociaciones que culminaron en la paz, y siguió creciendo aún más con el surgimiento del Estado moderno posterior a los Acuerdos de Westfalia. De hecho, el período que se extiende de 1648 a 1914 coincide con el apogeo del arte de la diplomacia. De cierto modo, esa época se caracteriza por la tensión que se ejerció sistemáticamente entre el diplomático y el militar, cuyo símbolo máximo fue la ambigua relación que se estableció entre Napoleón y Talleyrand: al término de su aventura, el segundo estaba negociando en Viena las bases de la Europa post-napoleónica mientras que el primero se aprestaba a combatir en Waterloo. Pero el Congreso de Viena de 1815 representa en cierta forma el canto del cisne del diplomático y los maestros de la diplomacia presentes en la capital austríaca (Talleyrand, Metternich, Castlereagh) quedarán sin verdaderos herederos. El Antiguo Régimen apuntaba a mantener el statu quo geopolítico, favoreciendo así la diplomacia, mientras que la restauración no puede impedir el surgimiento de una realpolitik que pone en primer plano a los hombres de acción más que a los negociadores.

 

Durante el Antiguo Régimen, el equilibrio europeo pudo mantenerse en forma duradera porque los diplomáticos trabajaron de común acuerdo. Raymond Aron resume las ambigüedades inherentes a esa diplomacia: “La diplomacia, sin medios de presión económica o política, sin violencia simbólica o clandestina, sería pura persuasión. Tal vez no exista. Tal vez la diplomacia que pretende ser pura recuerda siempre, aunque sea implícitamente, que tendría los medios para asustar si decidiera hacerlo. Al menos la diplomacia pura siempre se las ingenia para hacer creer al adversario o al espectador que quiere seducir y no imponer. El adversario debe tener el sentimiento de libertad, aun cuando en el fondo esté cediendo a la fuerza.”Cuando Clausewitz declara que la guerra “es la continuación de la política por otros medios” no hace más que confirmar esa realidad. Sus palabras serán totalmente deformadas por los generales franceses y alemanes en la Primera Guerra Mundial, donde se considera que al diplomático no le queda más que desparecer una vez que se han desatado las hostilidades.

 

De hecho, el inicio de la Gran Guerra en 1914 indica el fracaso total de la diplomacia, incapaz de prevenir un conflicto que no tenía lugar de ser. Privados de su legitimidad, los diplomáticos son entonces alejados del centro del tablero y remplazados por los generales que se consideran los dueños del juego, con las consabidas consecuencias que esto implica. A fin de cuentas, los diplomáticos nunca más volverán a encontrar el lugar que ocupaban anteriormente. A partir de 1918 y hasta nuestros días, el arte de la diplomacia va decayendo por diversas razones.

 

Más allá de las condiciones históricas que apartaron al diplomático del centro del juego, otros dos factores contribuyen a mantener su perfil bajo. El primero es una razón de orden tecnológico. Las comunicaciones modernas, empezando por el teléfono y los medios de transporte rápidos, permiten a los jefes de Estado o a los ministros de asuntos exteriores comunicarse directamente sin tener que pasar necesariamente por un plenipotenciario. Henry Kissinger, cuando actuaba como Secretario de Estado, se había ilustrado con su famosa Shuttle Diplomacy (“diplomacia del jet”), desplazándose decenas de veces (a menudo en secreto) a Cercano Oriente para negociar la paz. Su igualmente famoso chiste sobre el papel de las embajadas (“simples buzones”) resume su visión del diplomático tradicional que, como mucho, se convierte en un mensajero. Como para corroborar ese enfoque donde el representante diplomático sólo tiene un papel auxiliar, mientras que el jefe de la diplomacia pasa a primer plano, Hillary Clinton, cuando fue Secretaria de Estado de los Estados Unidos (2009 – 2013) se impuso una verdadera maratón diplomática que la llevó a visitar no menos de 112 países (algunos varias veces) durante su mandato. Lejos estamos de la época en que un John Adams o un Thomas Jefferson, cuando eran embajadores (respectivamente en Londres y en París) disponían de plenos poderes de negociación con los países que los recibían (señalemos que ambos accedieron luego a la presidencia de los Estados Unidos, lo cual muestra hasta qué punto era importante en ese entonces la función de embajador). La tendencia actual a centralizar la diplomacia hacia los ministerios en detrimento de las embajadas tiene por consecuencia diluir las relaciones y debilitar a fin de cuentas las líneas de comunicación, tanto más cuanto que la renovación política inherente al proceso democrático tiene por efecto interrumpir esas relaciones y socavar la fluidez natural que caracterizaba en otros tiempos a las relaciones diplomáticas. La inestabilidad crónica del mundo posterior a la Guerra Fría quizás se deba en parte a este fenómeno.

 

No obstante ello, aun cuando opera en segundo plano, el papel del diplomático puede resultar crucial. Dentro del marco del famoso acercamiento entre los Estados Unidos y la China, simbolizado por el apretón de manos entre Richard Nixon y Mao Tse Tung, fue un diplomático norteamericano experimentado, dinámico y sinófilo, Winston Lord, quien orquestó todo entre bambalinas. Otro ejemplo más dramático: un diplomático oscuro, también estadounidense, con puesto en Moscú, George Kennan, envió un cable a Washington el 22 de febrero de 1946 – el “Telegrama largo”, 8.000 palabras-, a través del cual definió toda la dinámica de la Guerra Fría y determinó los grandes ejes de la geopolítica mundial durante más de cuarenta años [Kennan elaboraba con asombrosa intuición la gran estrategia para “vencer” a la URSS.]

 

El segundo motivo de decadencia del diplomático se relaciona sencillamente con la evolución del entorno geopolítico y geoestratégico. Hemos visto de qué manera el papel del diplomático se había desarrollado en concomitancia con el surgimiento del Estado moderno. El Estado moderno, por los efectos de la mundialización que introdujo a nuevas entidades como partes involucradas en las grandes decisiones y por el hecho de que ya no logra satisfacer todas las necesidades del ser humano ni responder a las amenazas al planeta y al medioambiente, se fue erosionando progresivamente, y junto con él su aparato de representación diplomática. Agreguemos a ello que el desarrollo de la democracia, tanto en el plano cualitativo como cuantitativo, establece nuevos valores -como la transparencia o la frugalidad- que van en contra de las prácticas tradicionales de la diplomacia, que promulgaba la gran tradición del secreto en las relaciones oficiales, alentando al mismo tiempo cierta extravagancia fastuosa en las relaciones mundanas.

 

La Guerra Fría se articuló entonces alrededor de los preceptos de un maestro de la diplomacia (Kennan), pero también marcó el fin de la misma al poner en primera línea al agente de informaciones, en detrimento del diplomático, tanto del lado soviético como norteamericano. En el siglo XXI, las prácticas heredadas de ese período siguen vigentes -el jefe de sección de la CIA tiene todavía hoy un poder superior al del embajador-. Ese estado de hecho, corroborado por el papel que pudo jugar la CIA en Afganistán y en Irak en los años 2000, pone de manifiesto el poco caso que hacen los gobiernos de las grandes potencias de su representación diplomática. Como las tendencias actuales anuncian una difusión del poder en las próximas décadas, cabe esperar que el agente de informaciones que obra para mantener y desarrollar la superioridad de su país se irá apartando en pro de un diplomático que trabaje para la paz y el interés de todos.

 

A pesar de su considerable decadencia en relación a su grandeza pasada, el diplomático sigue siendo un actor indiscutible en el escenario internacional: sigue cumpliendo su papel de representante político, legal y simbólico de su país en el extranjero. Delegado por su país o por un gran organismo como la ONU o la OMC puede, de ser necesario, conducir negociaciones o participar de ellas cuando hay un conflicto o una disputa. Pero en la era de la mediatización y el estrellato de lo político, los embajadores extraordinarios que son el Secretario General de la ONU, el Papa o el Dalai Lama, son los únicos que ejercen una influencia a la altura de aquélla que ha podido tener el plenipotenciario de antaño, cuyas decisiones podían desatar una guerra o, por el contrario, prevenirla. Por otra parte, el papel del militar también ha cambiado considerablemente y el soldado es, hoy en día, un actor de paz, al igual que ese nuevo interviniente que es “el humanitario”. El diplomático ya no es, por tanto, el único que actúa en el terreno a favor de la paz.

 

Sin embargo, aunque el diplomático haya sido empujado al margen de las grandes decisiones de este mundo en los siglos XX y XXI, ninguna otra función ni mecanismo pudo cumplir el papel primordial que él tenía antes en materia de paz. Ahora que el mundo está viviendo transformaciones profundas, quizás el eventual renacimiento del arte de la diplomacia, adaptado en este caso a la mundialización y compatible con los modernos medios de comunicación y los valores democráticos, sería para el futuro un vector importante de la paz y de las relaciones de buena convivencia.