ECONOMÍA MUNDIAL

La economía, entre la segunda mitad del siglo XX y la primera década del XXI, ha dejado de ser una actividad y una disciplina científica al servicio de la sociedad y del planeta, para convertirse en una dimensión más de la crisis multifacética que erosiona las bases de la civilización moderna y que está conduciendo a la humanidad a su propia destrucción. Esta economía mundial se caracteriza por una explotación ilimitada de los recursos, un crecimiento incontrolado de la producción, la desregulación del mercado, la especulación financiera y el consumismo desenfrenado. En los años 2010 la economía a escala mundial se enfrenta a tres dilemas que determinan el sentido de su propia existencia, relacionados consigo misma, con los seres humanos y con el planeta.

 

Por una economía real y no ficticia: liberarnos del casino financiero.

Se debe replantear el modo en que se organizan las actividades económicas, las que se caracterizan por el dominio de la especulación financiera. Históricamente los mercados financieros tenían la misión de estimular la economía productiva facilitando dinero para la creación de actividades, servicios, empleo y riqueza. Sin embargo, en la actualidad han llegado a dominar al mercado productivo a causa del valor muchas veces mayor del dinero ficticio sobre el real, en un contexto en el que los dos usan el mismo sistema monetario. Cada día circulan en el mercado de divisas unos 4 mil millones de dólares libres de impuestos y 700 mil millones en los mercados de derivados. Es esta enorme masa en circulación la que provoca desequilibrios en forma de gigantescas operaciones especulativas que hunden monedas, economías, países y productos básicos, que acaban con los derechos cívicos, políticos y económicos y que llevan a la miseria y a la muerte a millones de personas. Desde 2008 “los mercados” han atacado además las dos economías más fuertes del planeta, Estados Unidos y la Unión Europea, provocando una crisis global.

 

Como alternativa a la situación catastrófica provocada por esta crisis no bastan medidas correctoras menores para eliminar los excesos de la deriva financiera, tal como ha propuesto el G20, sino que es necesario frenar la hipertrofia monetaria que supone la financierización de la economía, reduciendo drásticamente el peso de las finanzas y resituando la soberanía financiera bajo el poder público. Para ello es necesario impedir que los bancos creen moneda o productos financieros ni puedan especular. Los bancos centrales y públicos asumirían además un mandato amplio relacionado con la inflación de los precios, el control del desempleo, la protección social, la estabilidad financiera y el desarrollo de una sociedad sostenible, rindiendo cuentas a las instituciones del territorio correspondiente a su campo de acción. Cualquier operación económica o financiera precisaría de análisis de impacto social y ambiental antes de su puesta en práctica. Los fondos de crédito y de inversión, públicos o privados, se otorgarían de acuerdo a unos intereses sociales comunes decididos de forma participativa. El dinero obtenido también debería ser reinvertido en la sociedad en lugar de conferido al mercado especulativo. Se aplicaría una tasa a los intercambios bancarios y financieros, inspirada de la propuesta de James Tobin. Se aumentaría el control de las evasiones mediante la supresión definitiva de los paraísos fiscales y del secreto bancario.

 

Las variaciones del tipo de cambio han sido uno de los mayores ámbitos de acción de los mercados especulativos, y por ello hace falta reformar el sistema monetario internacional. Para ello se establecería una canasta común entre diferentes monedas, que podría ser una versión reforzada de los Derechos Especiales de Giro (DEG). Esta “moneda mundial” coexistiría con la creación pública y asociativa a diferentes escalas, de monedas territoriales y sectoriales. La telematización de la moneda permitiría la transparencia y dificultaría la corrupción y la evasión fiscal. Los estatutos de la banca internacional separarían las actividades comerciales de las de inversión. Finalmente, haría falta oficializar el pago de la deuda contraída por los países del Norte a los países del Sur por siglos de dominio, explotación y sometimiento colonialista.

 

Por una economía justa y no elitista: acabar con la miseria y con las desigualdades

La economía debería ayudar a satisfacer las necesidades y el bienestar de las sociedades. Sin embargo, en el mundo se produce mucho más de lo que se consume mientras que una parte importante de la población no puede acceder a los recursos que se acumulan o desechan. El escándalo de la desigualdad y sus consecuencias en términos de miseria y de mortalidad, sobrepasan el límite de lo inmoral para entrar en lo que Jean Ziegler ha llamado “asesinato programado”. La mitad de la población del mundo gana menos de dos dólares diarios, 1.100 millones pasan hambre de los cuales 35.000 mueren diariamente, mientras también cada día se gastan 4.000 millones de dólares en armamento y otras cantidades astronómicas se dedican al rescate de las finanzas.

 

El comercio internacional se regula por leyes de libre circulación de mercancías cuyos países promotores, los países más desarrollados, no aplican a sí mismos. Estos países tienen poder económico, político y militar suficiente para imponer una política de precios favorable a sus intereses. Como resultado, las empresas de estos países, gracias a las normativas desarrolladas por los organismos internacionales cuya gobernabilidad está en sus manos, pueden apoderarse de la extracción de recursos, de la producción de bienes y de la oferta de servicios en los países en desarrollo y pueden, a la vez, proteger su agricultura y manufacturas mediante subvenciones, reduciendo enormemente los beneficios de los exportadores del Sur. Las diferencias salariales representan la otra cara de la desigualdad social. El capitalismo premia la maximización del beneficio empresarial al menor costo social posible y eso comporta muchas veces la violación de los derechos y la precarización de los trabajadores (salario, salud y seguridad, vivienda, horas trabajadas, derechos cívicos y políticos, etc.).

 

Frente a todo ello, la economía mundial puede, sin cuestionar la mundialización, potenciar una relocalización paralela, no autárquica, readaptando la escala mundial a su nuevo rol de acompañante, no dominador, de la economía. Para ello se precisa entre otros, algunos cambios sobre las leyes del comercio internacional y sobre las regulaciones salariales. El comercio internacional ha de limitarse a satisfacer las necesidades que los mercados locales o regionales no pueden satisfacer y escapar de una lógica mercantil que beneficia a los intermediarios y a los sectores y países más poderosos, mediante la imposición de precios y la espiral de la deuda. Para ello se deben adaptar acuerdos mundiales sobre una estabilización de los precios de las mercancías basada en criterios de justicia social. También se debe penalizar con impuestos los productos de países sin criterios ambientales o sociales iguales o mejores de los del país importador. En tercer lugar, se debe proteger con aranceles los productos locales que se consideren estratégicos como los alimentos básicos o la energía y las empresas productoras de estos bienes deben gestionarse democráticamente. También se deben establecer impuestos mundiales sobre los beneficios del comercio internacional. En los países más desarrollados las barreras comerciales a los productos no estratégicos deben desaparecer. Se debe prohibir el dumping social y la gestión de las transnacionales debería tener en cuenta el interés de las poblaciones afectadas y del bien común. Finalmente, las regiones del mundo deberían construir progresivamente sistemas fiscales y de coordinación política comunes.

 

Por otro lado se precisan también reglas de salarios máximos y mínimos y convertirlas en uno de los indicadores de la economía. Por ejemplo, se puede aplicar un rango de 1 a 5 o a 10 entre el salario mínimo y el máximo, en lugar de las diferencias actuales de 1 a 100 o más. Además debería desarrollarse una renta básica para quien la necesite. Se puede plantear también una redistribución de los trabajos remunerados y reducir la jornada sin reducir los salarios. Para desarrollar todas estas acciones de forma consensuada las autoridades pueden establecer sistemas permanentes de consulta a la ciudadanía para determinar las necesidades públicas y ofertar los servicios correspondientes a estas necesidades.

 

Por una economía sustentable y no depredadora: salvar el planeta

A pesar de que la ciencia ha demostrado que los bienes del planeta se agotan irreversiblemente, el modelo de desarrollo dominante lo ignora y se aferra a la explotación, la acumulación de desechos y la desaparición de las especies. La economía oficial piensa en una rentabilidad monetaria a corto plazo e ignora que sin una transformación radical, la cuestión a medio plazo no será ya si el sistema sufrirá un colapso absoluto, sino cuándo. Se prevé un agotamiento del petróleo en 30 años así como del gas en 70 años, del uranio entre 50 y 220 años, del carbón en 200 años, y la rarefacción de muchos otros recursos minerales. La biocapacidad determina que se necesitan entre tres y ocho planetas Tierra para que toda la población mundial pueda disfrutar del estilo de vida de un ciudadano europeo medio. Además, la degradación ambiental se manifiesta mediante el efecto invernadero, la desestabilización climática, la disminución de la biodiversidad, los diversos tipos de contaminación así como los efectos en la salud humana: esterilidad, alergias, malformaciones, cáncer, obesidad en el Norte y malnutrición en el Sur. La economía oficial ignora estas externalidades y enfoca su atención hacia el crecimiento, el PIB o la productividad, calculando el valor de mercado de un producto sin contabilizar la energía que implica producirlo o consumirlo. El resultado son unas cuentas engañosas que estimulan el crecimiento, la acumulación y el consumo. El PIB incluye además actividades destructivas como la producción armamentista y la búsqueda del aumento de la productividad estimula el ahorro en costos salariales mediante la mecanización y la deslocalización.

 

Caminar hacia una sociedad sostenible implica desarrollar una relación entre la humanidad y la biosfera basada en la coexistencia y la cooperación y no en la supremacía y la explotación. El crecimiento ilimitado, la acumulación material, el productivismo o el fetichismo tecnológico deben ser remplazados por otros valores como el bienestar, la felicidad y las relaciones humanas. Hace falta transitar, en palabras del economista Kenneth Boulding, de “la economía del cowboy” que implica unos recursos ilimitados, a “la economía del astronauta” con unos recursos escasos adaptados a las posibilidades de los ecosistemas. La transición hacia una economía y una sociedad sustentables incluye un número altísimo de propuestas y de extensión de experiencias ya existentes (consultar la entrada “medio ambiente” del diccionario). En resumen hace falta, entre otros, una relocalización no autárquica sino complementaria de la actual mundialización; usar nuevos indicadores alternativos al crecimiento y al PIB; regular la producción siguiendo criterios de sustentabilidad; producir mejor con menos, reorientando la economía hacia más calidad y eficiencia paralela a un “crecimiento diferencial o selectivo” de lo material según la biocapacidad de las regiones del mundo; desarrollar un vasto programa de consumo responsable; reconvertir, prohibir sectores como el armamentístico, la ingeniería genética y la energía nuclear.

 

Por una ciencia económica y unas instituciones económicas adaptadas al siglo XXI

Finalmente, cabe remodelar radicalmente, por un lado, la arquitectura de la gobernanza económica mundial y por otro, la propia ciencia económica. La corriente dominante en la ciencia económica del siglo XX y principio del XXI se basa en el racionalismo de la física del siglo XIX, refutado desde entonces por los propios científicos. Esta economía eleva a la categoría de leyes irrefutables principios que informan sobre el crecimiento y acumulación de bienes ignorando una realidad social y medioambiental más compleja constituida de muchos otros factores. En su lugar, una economía al servicio de la humanidad debe considerar todos estos factores y basarse en valores y principios como el cuidado, la cooperación, la solidaridad, la participación, la satisfacción de las necesidades básicas, la proximidad, la redistribución justa, la corresponsabilidad y la ética de la igualdad.