HOLLYWOOD

Hollywood, industria de los sueños desde comienzos del siglo XX, aparece cien años después de su creación en el desierto californiano como el primer productor de cultura de masas del mundo globalizado. En este sentido, su impacto sobre la gobernanza mundial es significativo, aunque difícil de captar y cuantificar.

La industria cinematográfica hollywoodiense, accesoriamente también la de la televisión, sirve por completo las leyes del mercado y la influencia que puede tener sobre ella el gobierno de Estados Unidos es débil, por no decir inexistente. No por ello el carácter privado de la empresa cinematográfica estadounidense es independiente y las decisiones y elecciones de los productores y distribuidores están íntimamente vinculadas con las tendencias de la opinión pública norteamericana, siendo esta última especialmente indiferente a lo que sucede fuera de las fronteras de EEUU, salvo cuando hay ciudadanos norteamericanos involucrados en algún suceso. De este modo la cultura hollywoodiense, aunque independiente, traduce los valores del pueblo estadounidense, su visión del ser humano, sus miedos y sus angustias.

Por lo demás, Hollywood evoluciona con la sociedad y, si bien algunos temas profundamente arraigados en la cultura estadounidense siguen siendo inmutables, cada período aporta su lote de novedades, y la naturaleza de los temas que están a la moda se refleja en la preeminencia de los géneros de moda. Así por ejemplo, las tensiones geopolíticas de los años 40 y 50 favorecieron el western, propicio al combate maniqueísta entre fuerzas del mal y fuerzas del bien, sobre el telón de fondo del tema del Destino manifiesto, versión mediados del siglo XIX pero reflejando los impulsos imperialistas de mediados del siglo XX. En sentido contrario, la misma época fue también la del cine negro, donde el tema de la violencia -a menudo presente en Hollywood- se conjuga en un entorno urbano, cuya oscuridad traduce la impureza y la corrupción, donde las tensiones son las inducidas por el melting pot o crisol de razas que introduce en el seno de la cultura anglosajona, a menudo pervirtiéndola, la inmigración italiana, irlandesa y judía.

La cultura hollywoodiense, aunque fiel a los valores vehiculados por la sociedad, incluidos los más conservadores como el patriotismo y el nacionalismo, es en el fondo progresista, pues sus representantes más potentes (productores, directores, actores) adhieren en su mayoría a las ideas políticas del Partido Demócrata. En este sentido, Hollywood planteó muchas veces los problemas de la sociedad antes de que la sociedad misma se los planteara: emancipación de la mujer, homosexualidad, libertad de expresión, violencia, etc. En la medida en que esos problemas, aunque conjugados al modo propiamente norteamericano, a menudo suelen estar relacionados con el desarrollo de la democracia, Hollywood estuvo también en la vanguardia de la cultura democrática universal. Ningún otro vector hasta ahora se ha mostrado tan poderoso para poner en debate, a escala planetaria, los grandes problemas de sociedad del momento o del futuro.

Pero el talón de Aquiles de Hollywood es el mismo que el de la sociedad estadounidense, a saber su extraordinaria focalización sobre sí mismo y su incapacidad para entender al “otro”. Desde sus inicios, Hollywood nunca supo verlo más que como un “extranjero”, una suerte de negación de sí mismo, cuyos rasgos aparecen invariablemente en forma de caricatura grosera. Ese extranjero, ese forastero, cuando no es un fantoche de caricatura (dandy francés, snob inglés, payaso italiano) se ve totalmente deshumanizado: ya no es un ser humano sino una pálida imagen del país o de la cultura que se supone que representa, imagen que por contraste realza el modelo estadounidense del individuo (casi) perfecto que, en cambio, está dotado de cualidades constitutivas del ser, dotado de humanidad, con toda su grandeza y también sus debilidades. Conforme al credo estadounidense,  esas cualidades se las debe a sí mismo -se ha dotado de una voluntad propia- y también al entorno: tiene la suerte de haber nacido en la única sociedad del mundo que le permite expresar plenamente su potencial y/o, de ser necesario, se le brinda una segunda oportunidad.

Pues toda la cultura hollywoodiense se apoya sin rodeos sobre la idea de la superioridad del modelo americano. Sobre esta idea poco se discute, ni siquiera en el movimiento izquierdista subyacente a toda esa cultura. Y las críticas que puede emitir de manera ocasional un Michael Moore, por ejemplo, no cuestionan en nada la totalidad de un sistema que todos concuerdan en considerar “menos peor” que todos los demás y, de cualquier modo, reformable, con solo ponerle un poco de voluntad. Pues la cultura hollywoodiense está totalmente impregnada por otro concepto fundamental de la cultura estadounidense: la idea de redención. Como los fundadores puritanos del siglo XVII apasionados por el Antiguo Testamento, la cultura profundamente secular de Hollywood está al servicio, a menudo inconscientemente, de la idea de la Caída, del Pueblo Elegido y de su marcha redentora y salvadora, groseramente traducida en el “Happy End”, sello de fábrica desde hace lustros de Tinsel Town.

Evaluada desde el exterior, la cultura hollywoodiense -cuyas producciones son de una gran variabilidad en lo que a calidad se refiere, desde las obras maestras de la cinematografías hasta las más idiotas puerilidades televisivas- muestra a un Estados Unidos seguro de sí mismo y conquistador, pero cuyas fragilidades e insuficiencias también saltan a la vista de un espectador apenas crítico. El balance global se traduce en la enorme fascinación que EEUU ejerce de modo exclusivo sobre el resto del mundo desde hace casi un siglo (Francia la sigue de muy lejos, sobreviviendo todavía a expensas de su herencia de 1789), pero que viene desgastándose con el tiempo. El modelo democrático estadounidense ya no es más el único que promete un camino a la felicidad. Ese modelo que Hollywood contribuyó sin dudas a propagar en otras regiones del mundo (con otros vectores culturales como la música o la literatura) es responsable hoy en día del relativo retroceso que sufre la industria cinematográfica norteamericana en términos de impacto cultural. El océano de producciones hollywoodienses que inunda el planeta no tiene al parecer más que una tibia repercusión sobre la imagen negativa de la que Estados Unidos no logra despegarse desde comienzos de los años 2000. En ese contexto, no es asombroso que a fines de los 2000 los productores hollywoodienses hayan manifestado un creciente deseo de volver a la edad de oro perdida, deseo concretizado en la pantalla chica con las series fijadas a comienzos de los años ‘60 (Mad Men, Pan Am, Vegas), es decir precisamente el período en el que todavía todo era posible, antes de que Estados Unidos recibiera un triple golpe del que nunca ha logrado recuperarse realmente: Vietnam, el Watergate y el primer shock petrolero.

La producción hollywoodiense está globalizada en la medida en que abarca franjas enteras del planeta. Sin embargo, sólo ha sabido integrar muy superficialmente los efectos profundos de la globalización, sin entender verdaderamente sus implicancias. Su impacto sobre la gobernanza mundial sigue estando entonces fuertemente vinculado con la manera en que ha difundido sin cesar una imagen determinada de la democracia en América. Junto a Tocqueville, que ya había entendido y explicado los mecanismos más complejos, Hollywood brindó así un retrato simplificado pero vivo y atractivo para las masas populares del planeta, contribuyendo en cierto modo a hacer de ese modelo de gobernanza el modelo de referencia para toda organización política, desde lo local hasta lo global.