Quien dice gobernanza, dice poder. Tradicionalmente, la razón de ser de la gobernanza, o más sencillamente de la política, es organizar el poder de forma tal que éste sirva a los intereses de una comunidad o una sociedad dada. La organización del poder implica otros conceptos que están íntimamente ligados a ella como la legitimidad, la autoridad, la soberanía y la responsabilidad, sin los cuales el ejercicio del poder es imposible o, por lo menos, incompleto.
Pero el poder puede también potencialmente pervertir un régimen político. Es desde esa óptica que Aristóteles había establecido su famosa grilla de gobernanza, colocando por un lado los regímenes políticos puros y por otro su forma pervertida -por el poder-. En el siglo XIX, el escritor Lord Acton había resumido la problemática en la famosa fórmula: “El poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente”. La política se define así por la capacidad para organizar el poder y para proteger al individuo o a la comunidad de sus excesos, lo que hoy se designa como estado de derecho, siendo el derecho en sí mismo fuente de poder. Para los Padres Fundadores estadounidenses, el equilibrio político sólo podía alcanzarse a través de un sistema donde los poderes se neutralizaran unos a otros. Es el sistema de los checks and balances. En Montesquieu, la división del poder en tres entidades persigue el mismo fin. En China, el sistema confuciano, aunque preconizara la autoridad imperial, permitía a la burocracia de los letrados guiar el poder del emperador, y hasta controlarlo o frenarlo.
De manera general, históricamente se han opuesto dos filosofías del poder. La primera concibe un despotismo ilustrado cuya legitimidad y eficacia radica en la calidad moral del soberano y en la capacidad de la autoridad política para renovarse sin perder esa cualidad. La segunda ve la lucha por el poder como una condición inevitable del proceso político y potencialmente nefasta. En consecuencia, como algo que debe ser imperativamente manejado por un mecanismo que limite el poder de unos y otros.
Esa dicotomía fundamental se encuentra en el sistema internacional o, si se prefiere, global. Entre los filósofos, Dante (el emperador), Hobbes (el soberano absoluto) y Hegel (el Estado) pertenecen a la primera escuela. Rousseau y Kant a la segunda. Marx está a mitad de camino, puesto que percibe en la lucha de clases un motor más importante que las luchas de poder, y el individuo rompería sus cadenas sólo después de que la dictadura -ilustrada- del proletariado, tras haber consolidado todo el poder entre sus manos a través del partido de vanguardia, proyecte a la humanidad hacia la etapa máxima de su historia.
En nuestros días, estas categorías se conjugan en la práctica a nivel de los Estados: desde el despotismo ilustrado de Singapur o Botsuana hasta los sistemas democráticos de control de poderes (de los que los regímenes escandinavos constituyen la mejor expresión en el siglo XXI). Entre ambos, el régimen chino une la tradición confuciana a la dictadura del partido de vanguardia heredada de la revolución socialista y el sistema de la quinta república francesa asocia el sistema democrático del control de poderes (con estado de derecho) con un ejecutivo fuerte, todo ello alimentado por una élite tecnócrata que no deja de evocar el sistema confuciano. Históricamente, el despotismo ilustrado tiene una duración limitada -incluso en China, donde el despotismo pasó con frecuencia por momentos de oscuridad-, el sistema de los contrapoderes demuestra ser más consistente y duradero, aunque menos eficaz en el corto plazo, tal como lo ilustra cotidianamente el caso de las democracias modernas limitadas por otra forma de dictadura, la del espacio-tiempo comprimido, y que a menudo se ven paralizadas por las incontables pulseadas a las que se abocan los representantes de las distintas ramas del poder institucional (caso de los Estados Unidos).
El espacio internacional, en cambio, no está regido por un despotismo ilustrado ni por un mecanismo de gestión de los poderes. A falta de una organización del poder político a escala global, es la potencia la que, por el momento, define las relaciones entre unos y otros. Esas relaciones de fuerza permiten que los actores más importantes impongan su potencia pero, por el hecho de que ninguno de ellos puede imponerse solo ante los demás, el poder de cada uno individualmente permanece difuso y limitado. Generalmente, en la tradición occidental la política del Estado se confunde con el poder (Macchiavello) y la política internacional con la potencia (Hans Morgenthau, Raymond Aron). Señalemos aquí que los conceptos de poder y de potencia quedan reunidos en inglés en una sola palabra: power.
En consecuencia, el problema de la gobernanza mundial es en teoría idéntico al de la gobernanza: sentar las bases de un poder capaz de actuar pero también manejar y de ser necesario controlar o frenar a otros poderes. Pero en la práctica, ¿qué poder y de qué manera instaurarlo? La Organización de las Naciones Unidas, después de la SDN, trató de responder a estas preguntas. Pero el poder ya de por sí muy limitado de la ONU está completamente relacionado con los poderes de los Estados que forman parte de la Organización, concretamente de los cinco Estados del Consejo Permanente de Seguridad. En esas condiciones, el poder efectivo de la ONU se resume al equilibrio y a las luchas de poder que se juegan dentro del Consejo Permanente, donde cada uno de los miembros busca alianzas de intereses con los otros Estados Miembros. Por lo tanto la ONU en sí solamente recibe su poder de esos Estados, lo que reduce considerablemente su grado de independencia con respecto a los poderes individuales (de los Estados). En otros términos, la ONU, única entidad con apariencia de legitimidad política a escala internacional, no es ni un “déspota ilustrado” de alcance global, ni un contrapoder eficaz del espacio internacional.
Por otra parte, para bien y para mal, ningún país dispone de un poder o de una potencia suficiente como para tener un peso significativo sobre los asuntos mundiales. De hecho, un poder de esa índole depende al mismo tiempo de la legitimidad que sea capaz de generar una entidad política determinada y que le confiere cierta autoridad y del grado de potencia de la que esa entidad disponga para actuar efectivamente. El Vaticano, por ejemplo, es una autoridad moral cuya influencia es considerable, pero cuya potencia es inexistente (recordemos la famosa frase de Stalin: “¿Cuántas divisiones tiene el Papa?”). En cambio China, aunque poderosa, con su régimen político autoritario y discutible en muchos aspectos (estas líneas son escritas en 2013), no dispone de una legitimidad política global, como tampoco lo hacen los Estados Unidos con sus actitudes políticas parciales o la Unión Europea con su poder incierto y su potencia difusa.
En lo ideal, entonces, la implementación de una gobernanza mundial eficiente se traduciría en los hechos por el establecimiento de un sistema institucional de poderes, y de contrapoderes, a escala global. Queda por saber si dicho régimen se parecería al sistema tripartito independiente adoptado por la mayoría de los Estados (ejecutivo, legislativo y judicial), sabiendo que por el momento sólo existe un embrión de sistema judicial. Luego habría que ver de qué manera ese régimen se ubicaría en relación a los poderes de los Estados (de ser necesario, también al de las grandes multinacionales). En otras palabras, ¿se trataría de construir desde la nada un Estado “mundial” que gozaría de un poder superior al de cualquier Estado individual, o sería más prudente pensar en la creación de una federación global de Estados, o bien un régimen mixto? Y luego, cualquiera fuera el régimen adoptado, ¿cuáles serían las partes involucradas?
En todo caso, cualquiera sea la fórmula, una cosa es cierta: la cuestión del poder y de su gestión ocupa un lugar central en la problemática de la gobernanza mundial.