En este mundo cada vez más conectado e interdependiente ha nacido un nuevo concepto: el de una ciudadanía mundial. Las recientes evoluciones tecnológicas, así como también las manifestaciones con ocasión de las grandes cumbres mundiales, destacan la aparición de una conciencia cívica planetaria y facilitan esta forma de ciudadanía ya imaginada por los estoicos. Una ciudadanía mundial reubicaría a la soberanía de los pueblos frente a los desafíos globales, de los que el mundo ha ido tomando conciencia en los últimos cincuenta años.
En primer lugar retomemos la noción de ciudadanía. La ciudadanía es la cualidad de ciudadano, es decir el reconocimiento como miembro activo de la ciudad (polis), o más bien ahora del Estado, que permite al individuo participar en la vida pública. Con la ciudadanía vienen los derechos civiles y políticos y también los deberes cívicos, enmarcando el papel y el comportamiento del ciudadano frente a las instituciones y en relación a sus conciudadanos. El concepto de ciudadanía nace en la Antigua Grecia. La ciudadanía es allí un privilegio y no concierne a todas las personas que habitan la polis. Confiere el derecho de participar en la vida de la polis. Noción elitista, que luego fue flexibilizada en el modelo de la Antigua Roma, puesto que un extranjero podía allí obtener la ciudadanía y disponer de derechos civiles y personales. La noción se define entonces en términos jurídicos. En la Revolución Francesa, el término simboliza una inversión de la relación de pertenencia. El individuo pasa de ser sujeto del rey a ser ciudadano de la República, volviéndose activo en el órgano político. La ciudadanía instaura de allí en más una igualdad enmarcada por la ley.
La ciudadanía tiene, por lo tanto, un doble efecto. En primer lugar es un estatuto jurídico que hace del individuo un ciudadano, atribuyéndole derechos y deberes cívicos. Luego, la ciudadanía es creadora de vínculo social, pues del contrato social nace una igualdad de derechos que organiza la “convivencia”. El ciudadano accede entonces, a través de la ciudadanía, al respecto y a la protección de sus libertades fundamentales. El ciudadano debe respetar el pacto social y jurídico y, a cambio de esa obediencia, es libre de ejercer su soberanía con el fin de participar en la evolución de ese mismo marco jurídico. En nuestros días, la capacidad de un individuo para ejercer su ciudadanía depende del grado de democracia de la sociedad. En la sociedad democrática moderna, la ciudadanía crea entre los hombres un vínculo político: estamos colectivamente sometidos a la misma autoridad estatal, de la cual el ciudadano puede participar mediante el voto y el compromiso político y social. Así nace una comunidad de ciudadanos unidos por una identidad compartida y un destino común que, al atenerse a las leyes de la sociedad, comparte sus valores y sus normas. En este campo, la educación cívica juega un gran papel en la formación de los futuros ciudadanos, así como en el proceso de asimilación de las reglas.
La ciudadanía está vinculada por naturaleza con un territorio. Actualmente se piensa principalmente a nivel nacional, y aunque el concepto tiende a ampliarse con la aparición de la ciudadanía europea por ejemplo -de la que gozan quienes tienen la nacionalidad de uno de los 27 Estados miembros de la Unión[ref]Existe también el estatuto de ciudadano multicultural, que implica el reconocimiento de los derechos culturales de las minorías.[/ref]- todavía falta tiempo para que se supere realmente la simple cooperación entre Estados soberanistas. Aunque la necesidad de cambio es apremiante, el nacionalismo como sistema político está teniendo dificultades para desaparecer. La gestión de problemas globales y la ampliación de los espacios de representación política de los individuos a causa de la mundialización, nos llevan a cuestionarnos sobre la construcción de una ciudadanía mundial. En período de crisis, el mecanismo es el repliegue sobre sí mismo en una lógica de defensa, o bien la búsqueda de potencia. Sin embargo, la prioridad debería darse al desarrollo de una responsabilidad colectiva y a la creación de nuevos sistemas de gobernanza globales e integrados que trasciendan las fronteras nacionales. En efecto, el interés general -que Rousseau plantea como motor de la acción política- se ha desplazado de lo local a lo nacional y luego a lo mundial. Es por ello que el desarrollo de una ciudadanía mundial legitimaría una acción colectiva con el fin de manejar los problemas planetarios y desarrollar la justicia internacional, puesto que la ciudadanía viene enmarcada por el derecho. La interdependencia entre lo local y lo mundial es evidente, y una ciudadanía mundial no puede existir si el sentimiento de ciudadanía nacional es demasiado débil a nivel local.
Los imperativos actuales en términos de seguridad colectiva, de ecología o de bioética son problemas que, en razón de las interdependencias, conciernen a la humanidad en general. Esta noción de destino común podría verse reconocida a través de una ciudadanía mundial, que ya no pensaría el espacio en términos de propiedad privada sino colectiva, y que afirmaría las libertades a nivel mundial. Pensar un contrato social a escala mundial significa pensar en términos de cooperación y ya no de yuxtaposición o enfrentamiento de las unidades políticas territorializadas que son los Estados. Esta adhesión social que piensa el espacio público planetario debe basare, para poder existir, en valores compartidos y sostenidos por un derecho internacional. Pues ser ciudadano es, en primer lugar, pertenecer a un conjunto social y político creador de identidad. Aunque hay que ser prudentes con la noción de universalidad, muy occidentalizada, es importante sin embargo promover valores mundiales con el fin de desarrollar una ética global. La estructuración de un futuro común sustentable puede hacerse a través de una mundialización ciudadana que supere la realidad estatal de las relaciones internacionales.
La ciudadanía deriva de la democracia, es decir de un gobierno donde el pueblo es soberano. Una ciudadanía mundial llamaría pues a la constitución de un Parlamento electo. Como ese objetivo está lejos de ser realizable, una ciudadanía mundial puede, en una primera instancia, designar la conciencia y la preocupación de los ciudadanos del planeta por los problemas colectivos, ya que el ciudadano es, por naturaleza, activo en la conformación del sistema político y los pueblos soberanos del mundo están vinculados por un destino común.
Los movimientos por una mundialización ciudadana de los que Seattle, Génova o Porto Alegre fueron los puntos más salientes, son los primeros pasos hacia una ciudadanía mundial. Los últimos diez años hemos asistido a la aparición de un embrión de sociedad civil planetaria que expresa una identidad supranacional. Estos movimientos sociales son la expresión activa de una ciudadanía mundial.
El desafío es entonces pensar la democracia a escala mundial, sabiendo que no es posible contentarse con transponer la manera de pensar la democracia a escala nacional. Para ello, el grado de democratización de nuestras sociedades debe ir en aumento y el proceso de democratización en sí debe ser repensado, si queremos realizar objetivos comunes.