La aceleración del proceso de mundialización a finales del siglo XX y principios del XXI ha conducido a la humanidad a una situación inédita en la historia en la que un número creciente e importante de problemas necesitan una gestión a escala mundial, como la extrema pobreza, las desigualdades, el colapso financiero, la crisis climática y energética, la persistencia de los conflictos armados, la regulación del comercio, los derechos laborales y el desempleo, las migraciones, el agotamiento de los recursos, el cambio climático o la gestión de las comunicaciones. Frente a ello, la actual gobernanza mundial se ha revelado incapaz de tratar adecuadamente estos desafíos. Este sistema consiste en una multiplicidad de actores y de acuerdos que constituyen un conglomerado en el que existe poca o mala cooperación a la par que enfrentamientos, y en que cada actor antepone sus intereses particulares al interés de la comunidad mundial. No existe una coordinación permanente entre las instituciones internacionales ni entre éstas y muchos países o autoridades sub estatales, y su organización interna no es suficientemente democrática ni rinde cuentas a la ciudadanía. Estamos aún lejos de algo parecido a una democracia mundial, y ésta se mantiene en ese estado transitorio de las ideas cuya implementación es un asunto apremiante desde hace tiempo, pero que no puede concretarse por falta de voluntad y de consenso entre los diferentes actores concernidos para avanzar en esa dirección.
El proceso de elaboración, consenso e implementación de un plan para llegar a una democracia mundial será largo. Una nueva organización política ha de ser legítima a los ojos de la comunidad humana, y para dar voz a las necesidades humanas se debe sin duda adoptar una forma u otra de democracia. Por ello, para definir este proceso, las preguntas que cabe plantearse son ¿qué tipo de organización política precisa la comunidad humana? Y si ésta ha de ser democrática, ¿en qué puede consistir una democracia mundial?
Durante los siglos XIX y XX, algunos Estados modernos fueron capaces de construir democracias en el interior de sus fronteras. Estos regímenes representativos, parlamentarios y multipartidistas operan actualmente a escala de una mayoría de los 200 estados soberanos y constituyen el tipo de democracia dominante. Pero por un lado, la ley del más fuerte, que incluye la amenaza o el uso real de la violencia, continúa siendo la lógica dominante en las relaciones internacionales, mientras que por otro, la capacidad de acción de estos Estados en sus propios territorios está crecientemente limitada si no se alinea con las directrices, consejos o tendencias dictados por los actores económicos que dominan el orden mundial, tales como las instituciones financieras, las grandes transnacionales o las redes y grupos de intereses diversos que concentran a la élite mundial. Así, la democracia de los Estados se somete en la práctica a la dictadura del mercado único y la ilegitimidad de los gobiernos que la practican es cada vez más insultante a los ojos del pueblo.
A pesar de todo ello, a lo largo de la historia, en cada época y cultura, no han faltado visiones y propuestas de organización política del mundo. En África, el concepto Ubuntu expresaba la dependencia del individuo respecto al todo: “soy porque somos”. Los pueblos andinos elevaron la Pachamama o madre tierra a rango de divinidad organizando sus sociedades en el respeto a la naturaleza. En la China feudal (siglos VIII-V AdC), Confucio añoró la unidad perdida y soñó con un “Mandato del Cielo” con gobernantes legitimados por su buena conducta, mientras que Mozi apeló al amor mediante la ética de la solidaridad y la igualdad y sus discípulos desarrollaron las ideas de bienestar material, necesidades humanas básicas y estabilidad social. Los filósofos estoicos acuñaron el concepto de cosmópolis o ciudad universal esperando que el Imperio Romano evolucionase hacia esta cosmópolis ideal. La idea de “Umma” o comunidad islámica ha sido interpretada como el conjunto de la humanidad y el Islam ensalza valores como la diversidad cultural y la coexistencia pacífica, junto a un sentido de justicia global. La filosofía hindú, por su lado, desarrolló en el siglo XII el concepto de “Vasudhaiva Kutumbakan” (la Tierra entera como una sola familia). En esta época en Europa, Dante aspiró a un gobierno universal, independiente del poder religioso. Con la llegada de la modernidad, Hobbes definió en el Leviathan la situación anárquica que resulta de la aplicación de la ley del más fuerte, mientras Rousseau esbozó un primer modelo federal. En su proyecto de “Paz Perpetua”, Kant estableció la diferencia entre la ausencia de guerra y la verdadera paz mediante la necesidad de establecer un sistema jurídico internacional capaz de hacer renunciar a los países de la época a sus intereses imperialistas o colonialistas. Para ello, los Estados, organizados cómo repúblicas (entendiéndose hoy en día como sistemas democráticos), formarían una “Liga de Naciones”, precursora de la Sociedad de Naciones y de la ONU. Kant puso así los cimientos de la teoría de la paz democrática según la cual las democracias no entran en guerra entre ellas.
En 1815 Europa materializó en el Congreso de Viena un primer ensayo de entente internacional, acordando intervenir en terceros países en defensa de la estabilidad que beneficiaba a los regímenes que vencieron a Napoleón. El equilibrio de poder entre potencias en Europa fue el principio rector de esta alianza y se perpetuó a lo largo del siglo XIX y principio del XX. La Sociedad de Naciones (1919-1946) lo substituyó por la idea más generosa de seguridad colectiva. Con su amplia batería de normas, agencias e instituciones internacionales, la ONU amplió sus objetivos más allá de asegurar la paz entre los Estados y, a pesar de fracasar en muchas intervenciones, en parte debido a la política obstructiva de los propios Estados, continúa siendo considerada por muchos como la única instancia internacional legítima. Después de 1991, una vez acabada la guerra fría, no se definieron nuevas reglas de juego, sino que la geopolítica ha ido bailando al ritmo de la geoeconomía, evolucionando desde el unilateralismo “imperial” norteamericano (años 1990-2000) hacia la crisis económica de los países centrales (2008-2012) y la irreversible entrada en escena de las llamadas potencias emergentes.
Las Naciones Unidas, así como lo fueron anteriormente la Sociedad de Naciones o el Congreso de Viena, es una estructura confederal con una representación de los diferentes gobiernos nacionales. Paralelamente a la puesta en marcha de la ONU, se desarrolló, especialmente en los años 1940 y 1950 un movimiento internacional que aspiraba a instaurar otro modelo: el federalismo mundial. Basado en la idea de que sin unidad no hay paz, este movimiento concebía una organización política con una estructura central de gobierno a escala planetaria, el desarrollo de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, un sistema de sufragio universal, especialmente para la Asamblea o Parlamento Mundial y la presencia de otros contrapoderes, a imagen de los Estados-nación. Este Estado mundial democrático dirigido por un gobierno legítimo, sería capaz de desarrollar las políticas públicas mundiales necesarias para el progreso de la humanidad. Se trataría de un modelo bicameral, similar al de algunos países, en el que el Parlamento Mundial sería una segunda cámara añadida a la Asamblea General de la ONU. Este parlamento también podría crearse independientemente de la ONU y tener un rol consultivo o ser aceptado por un número limitado de Estados durante los primeros años, siguiendo un camino de legitimación similar al de la Corte Penal Internacional. Por otro lado, el Secretariado General de la ONU podría evolucionar hacia un verdadero poder ejecutivo con monopolio de propuesta sobre las decisiones a escala mundial.
El federalismo mundial pecó de excesivo idealismo y se desinfló ante las realidades del dilema ideológico de la guerra fría y de la complejidad del proceso de construcción de la Unión Europea, entre otros. Como alternativa a la ingenuidad que suponía pretender copiar y pegar a escala planetaria la democracia federal de algunos Estados, apareció en las últimas décadas del siglo XX el cosmopolitismo, una corriente intelectual no menos ambiciosa, pero que no ha ignorado tan alegremente el peso aún decisivo de los Estados y otros actores en la escena internacional. Los cosmopolitas proponen el despliegue progresivo de un marco legal que garantice una ciudadanía múltiple a diferentes escalas y la consagración de un derecho compartido en las constituciones nacionales y en instituciones internacionales reforzadas. Como en el federalismo mundial, se defiende la creación de un gobierno central legítimo con un poder ejecutivo y legislativo, en coordinación con poderes regionales también legítimos, a la vez que coexistiendo y articulándose con los actuales Estados. Se plantea un Consejo de Seguridad representativo y sin derecho de veto, un ECOSOC reconvertido en Consejo de Seguridad Económico, Social y Medioambiental y con control sobre las instituciones financieras y comerciales (FMI, BM y OMC), una coordinación de la justicia desde la escala local a la mundial, y mantienen la propuesta bicameral con la actual Asamblea General y un futuro Parlamento Mundial. También proponen un sistema de referendos mundiales vinculantes, una participación activa de la sociedad civil en asambleas específicas y, a nivel económico, la cancelación de la deuda externa, un sistema fiscal mundial, la eliminación de los paraísos fiscales y un Fondo de cohesión mundial para el desarrollo. Finalmente, una fuerza militar transnacional formada por una parte de las fuerzas nacionales, o por voluntarios de diferentes países.
Sin embargo estos dos modelos, federalista y cosmopolita, han sido criticados por diferentes motivos. En primer lugar, una excesiva centralización de la toma de decisiones podría intensificar los vicios de los Estados-nación tales como la acumulación de poder, la excesiva burocracia, la corrupción, la falta de transparencia, o las violaciones de derechos humanos. La escala mundial implicaría además la dificultad de mantener contrapoderes extraoficiales ante el riesgo de un comportamiento tiránico de esta fuerte autoridad, a ejemplo de la distopía de la novela 1984 de George Orwell. Se les puede criticar también por no cuestionar el modelo económico, ecológico o el hecho de limitar los cambios democráticos a elecciones de representantes y referendos, ignorando otras posibilidades de profundizar la democracia. Finalmente, cabe añadir un riesgo de homogeneización cultural, fruto en parte de la inspiración excesivamente occidental de estos modelos.
Una alternativa a un gobierno mundial unificado puede ser un modelo en red sometido a una participación ciudadana permanente. H. G. Wells definió esta posibilidad como un conjunto de sistemas de control mundial de diferentes áreas funcionales. Este modelo desarrollaría en primer lugar debates y consultas ciudadanas regulares para el establecimiento de agendas internacionales y mundiales. Una vez definidas las orientaciones básicas en cada período, se legislaría siguiendo sus dictámenes. Los procesos de consulta podrían ser similares a las “conferencias de ciudadanos”, siguiendo una frecuencia que permita alcanzar una operatividad razonada del sistema en la elaboración de propuestas que determinen las orientaciones fundamentales del trabajo legislativo del Parlamento Mundial y de otras instituciones concernidas.
En cuanto a las innovaciones institucionales, serían en parte similares a la de los modelos federalista y cosmopolita, incluyendo entre otros no sólo el Parlamento Mundial sino también un Consejo Económico, Social y Medioambiental, un sistema de justicia y un ejército internacional reducido y rápido de intervención. Sin embargo, en lugar de un poder ejecutivo unificado se establecería un mecanismo democrático en red para la implementación descentralizada de las decisiones, apoyándose en las nuevas tecnologías para trabajar a distancia de forma simultánea, permanente, efectiva y rápida.
En la base jurídica de este modelo, una Constitución Mundial definiría los objetivos comunes como, por ejemplo, luchar contra la pobreza y la exclusión, establecer las libertades y la dignidad, alcanzar una paz justa y respetuosa de los derechos humanos y crear las condiciones de un poder legítimo. A continuación, un sistema de regulación organizado en contratos sociales basados en el conjunto de derechos cívicos, políticos, sociales, económicos, culturales y ambientales, así como contratos sociales y otras reglas más específicas, formando parte de una arquitectura jurídica unificada, definirían un trabajo sistemático de cooperación entre agencias y organizaciones autónomas e interdependientes a la vez. El mismo tipo de cooperación regular se organizaría entre las instituciones mundiales y las otras escalas del territorio, corresponsabilizándose del bien público junto a bloques regionales, Estados, autoridades locales, ciudadanía, sociedad civil y diversas instituciones sectoriales y profesionales. Todo ello conduciría a un reparto efectivo de la soberanía entre escalas. Finalmente se desarrollarían auditorías ciudadanas permanentes de todas las instituciones, aplicando instrumentos de medición de transparencia, responsabilidad, participación y dinamismo institucional.
Como resultado, estaríamos hablando de una democracia mundial híbrida (directa, deliberativa y representativa), capaz de usar diferentes procedimientos para diferentes tipos de acciones y de toma de decisiones. Por otro lado, la participación y la subsidiariedad permitirían abordar abierta y legítimamente otros aspectos necesarios para el progreso de la humanidad tales como una “democracia económica” como alternativa al capitalismo, una “democracia ecológica” como alternativa al actual modelo de crecimiento depredador, y una “democracia cultural”, capaz de armonizar el desarrollo plural de cada civilización y cada pueblo con el pleno desarrollo de los derechos humanos y de valores éticos comunes consensuados interculturalmente.