La educación es un derecho fundamental y una exigencia moral para avanzar hacia los ideales de paz, emancipación y justicia social para la sociedad-mundo que está naciendo. También es, y quizás más que nada, una utopía necesaria cuando nos toca dar cuerpo y conciencia a la vez al destino colectivo del planeta que une, hasta ahora de manera incompleta y evasiva, al conjunto de los pueblos, de los seres humanos y de los seres vivos.
“La educación de los hombres es la forma futura de los pueblos”, decía en 1875 el pensador revolucionario latinoamericano José Martí. Pero en función de ello, ¿cómo aprender a vivir juntos en nuestra aldea planetaria si no conseguimos todavía vivir juntos en nuestras comunidades regionales o nacionales?¿Cómo reunir las condiciones mínimas de una conciencia planetaria si la comunidad mundial todavía no es capaz de dar acceso a todos a los aprendizajes que pudo producir sobre el mundo y sobre sí misma?
El desafío de brindar a todos una nueva vía hacia la educación básica sigue siendo un desafío apremiante para la mayoría de las sociedades, en primer lugar en los países emergentes. Según la UNESCO, en 2012, unos 250 millones de niños en edad de escolarización primaria no sabían leer ni escribir, estuvieran o no escolarizado. La mitad de entre ellos se encuentra en África y un poco más de un cuarto en Asia del Sur y del Oeste, mientras que las regiones de Asia del Este, del Pacífico y de América Latina prácticamente han universalizado su educación primaria. En 2006, los índices de escolarización en la enseñanza pre-primaria eran de alrededor del 80% en los países desarrollados, 35% en los países en desarrollo y 14% en África subsahariana. Entre los adultos, la gran mayoría de las personas no alfabetizadas -de las cuales dos tercios son mujeres- vive en los países en vías de desarrollo. Los Objetivos del Milenio y la iniciativa Educación para todos lanzada a comienzos de los años 2000 reafirmaron la educación como derecho fundamental y como prioridad en la agenda internacional. Contribuyeron por cierto a estimular los esfuerzos de las políticas nacionales, pero los avances siguen siendo insuficientes y extremadamente contrastados. El informe “Vencer la desigualdad: la importancia de la gobernanza”, realizado en 2009 por la UNESCO, resaltaba claramente las principales causas, señalando el efecto conjugado de la indiferencia política, de las políticas nacionales inadecuadas y de las promesas internacionales no cumplidas.
Por último, un grupo de nueve países emergentes, que por sí solos cuentan con la mitad de la población mundial, hacen subir las cifras del acceso al bien educativo mundial: Bangladesh, Brasil, China, Egipto, India, Indonesia, México, Nigeria y Pakistán. Estos nueve Estados gigantes, aun cuando tengan enormes desigualdades dentro de su sistema educativo, han logrado aplicar políticas de escolarización de gran escala, a menudo correlacionadas con una reducción de los índices de pobreza y un crecimiento económico sostenido. China, concretamente, acaba de entrar en la era de la popularización de la enseñanza superior, apostando a la inversión a largo plazo en las universidades, la descentralización administrativa de algunos servicios y la capacitación de los docentes.
Al desafío de la igualdad de oportunidades se agrega otro, igualmente fundamental, que es el del proyecto político de la escuela y de su organización en un contexto de profundas mutaciones sociales. Jacques Delors, siendo presidente de la Comisión Internacional sobre la Educación para el Siglo XXI de la UNESCO, subrayó en 1998 que el gran salto a la modernidad y las fases sucesivas de mundialización crearon una situación nueva para la gran mayoría de los sistemas de valores, de conocimiento y de educación y, en los dos extremos, de los marcos de existencia y de organización. Esta nueva situación contrasta sin embargo con la formidable inercia cultural de las mentalidades que pueblan los sistemas de enseñanza. En efecto, los modelos dominantes vigentes en la educación, tanto en el Norte como en el Sur, son el modelo de escuela heredado del Siglo de las Luces y el prototipo de universidad del científico berlinés Von Humboldt, ambos propulsados en torno al mundo del momento de la revolución industrial y portadores de un pensamiento antropocéntrico, instrumental y homogeneizante. Aunque hayan convivido con otros sistemas tradicionales y se hayan hibridado más recientemente con el surgimiento de nuevos “softwares intelectuales”, su perpetración en los sistemas educativos, llamados a jugar un papel motor en las transformaciones sociales, se ha convertido en uno de los principales problemas de nuestro tiempo.
La escuela, heredada del modelo académico, está poco preparada para dar cuerpo a los valores, al compromiso y, en particular, a la solidaridad y la responsabilidad, dos fundamentos éticos centrales en una nueva arquitectura de la gobernanza mundial y no tratados por los principios organizadores de la democracia y del capitalismo globalizado. Los alumnos se mueven generalmente dentro de un marco dominado por la segmentación disciplinaria, la memorización de conocimientos, la relegación de las artes y del cuerpo, el simulacro de democracia, la ausencia de regulación de los conflictos y la desconexión con el medio natural. De hecho, miles de educadores en el mundo prueban desde hace varias décadas múltiples enfoques temáticos -educación popular, educación para el medioambiente, educación para el desarrollo, para la ciudadanía, la paz, la salud, etc-, pero aunque sus contenidos, sus métodos y los programas de capacitación docente sean verdaderamente innovadores y estén alcanzando ya un buen grado de madurez, la Conferencia mundial sobre la educación para el desarrollo sustentable, organizada por la UNESCO en Bonn en 2009, recordó hasta qué punto su puesta en práctica sigue siendo marginal.
En los países de la OCDE, aun cuando la democratización de la escuela en el transcurso de la segunda mitad del siglo XX haya sido innegable, las conclusiones del Programa Internacional de Evaluación de los Alumnos (PISA) mostraron recientemente la influencia determinante de la organización de los sistemas escolares sobre los resultados de los alumnos. En la actualidad, más del 14% de los jóvenes de 18-24 años en la Unión Europea dejan el sistema educativo habiendo pasado, en el mejor de los casos, el primer ciclo de la enseñanza secundaria. Los modelos académicos, el espíritu de competencia, las calificaciones y la evaluación cuantitativa, el desfase de los métodos pedagógicos y la orientación demasiado temprana de los estudiantes desfavorecen a quienes tienen más dificultades para adaptarse al modelo y producen una educación segregativa. Vemos en cambio, en casos como Finlandia, Canadá o Corea, cómo es posible combinar los objetivos de calidad educativa y de inclusión social alejándose de los esquemas tradicionales.
De manera más amplia es evidente que muchos desafíos en el ámbito de la educación proceden de los cambios profundos que hay que llevar a cabo en el orden de los modos de organización y de la gobernanza. En las sociedades donde las prácticas de la acción pública y del Estado son impuestas o heredadas de modelos externos, la inadecuación de los sistemas educativos llegó a abstraerlos literalmente de las necesidades de la sociedad o a justificar el hecho de que quedaran regidos por las leyes del mercado. En esas situaciones, cuando no son objeto de privatizaciones o de limitaciones presupuestarias, las políticas educativas se conciben de manera sectorial y excluyente, sin inversión en la capacitación del cuerpo docente ni en la consideración de las dinámicas educativas que impulsan las poblaciones mismas. El historiador africano Joseph Ki-Zerbo resumía muy bien las consecuencias de ese hecho: “La educación en África todavía no es la escuela africana. La escuela está ubicada en África pero todavía no conduce verdaderamente a África”. En casi todas partes del mundo, el reto consiste en ir más allá de las reformas administrativas verticales para elaborar procesos ascendentes, articular a los actores y dispositivos educativos en lugar de superponerlos entre sí, hacer nacer conceptos y enfoques nuevos a partir de las incontables innovaciones en lugar de aplicar linealmente esquemas concebidos en otros contextos. Tal como lo afirma la totalidad de los movimientos sociales, el desafío es también, previamente, afirmar que la educación es un bien común irreductible a la regulación mercantil, garantizado por el Estado y co-producido con los miembros de la comunidad educativa según los principios de justicia social y arraigo cultural.
De cualquier modo la educación se mueve y los caminos que llevan a ella ya se han transformado muy rápidamente dentro de las sociedades. La expansión de internet, los flujos de información, el dinamismo de la sociedad civil, la diversidad cultural de las diásporas, las evoluciones en el seno de la familia, etc., son todos factores que influencian, positiva y negativamente, las fuentes y las bases del aprendizaje. El papel de la escuela viene siendo objeto de debate cada vez más frecuente en estos últimos veinte años. No sólo dentro de los cuerpos ministeriales, de los sindicatos, de los grupos de estudiantes y de docentes sino también más ampliamente dentro de la sociedad civil, de las redes de ciudades, de los movimientos sociales, de los pueblos indígenas, etc. Vastos procesos de consulta ciudadana se han lanzado en torno al tema de la escuela por ejemplo en Brasil, en Quebec y más recientemente en Francia. Los movimientos populares vinculados a la Primavera árabe -de los cuales sabemos el papel que juega la juventud educada en esos procesos-, en Chile a las movilizaciones estudiantiles o en Estados Unidos al movimiento Occupy, centraron sus reclamos en la reproducción de las desigualdades en la educación. En Asia, donde vive la mitad de la juventud mundial, se expresa una demanda educativa muy fuerte en los jóvenes y estos últimos toman conciencia de que la escuela constituye una palanca esencial para hacer frente a las colosales segregaciones sociales instaladas en su continente. Por el lado de Latinoamérica, las corrientes de educación popular, forjadas históricamente sobre la estrecha relación entre aprendizaje y transformaciones sociales, nutrieron marcadamente al pensamiento político y las prácticas de los dirigentes políticos actuales.
“La gran dificultad es que no tenemos idea de lo que es realmente la educación”. Esta frase de Gandhi resuena aún con mayor fuerza cuando nos enfrentamos a la gran interrogación que plantea un mundo cuya gobernanza mundial hay que construir. Se trata de una formidable invitación al viaje y al compromiso que deben aprovechar todos los educadores. Mucho más que transmisores de saberes o acompañantes de procesos de aprendizaje, estos últimos están destinados a convertirse en mediadores privilegiados entre los individuos, sus comunidades y sus territorios de vida y el mundo, permitiéndoles situarse y participar en la aventura política del siglo XXI. Tal como lo proponía proféticamente José Martí, su papel es ciertamente el de hacer nacer en los educandos un “resumen de lo que el mundo ha aprendido sobre sí mismo y ponerlos a la altura de las circunstancias de su época”. En este sentido, la escuela está llamada a construir una identidad planetaria y regional -como lo hiciera y lo sigue haciendo en las jóvenes democracias con la construcción de la identidad nacional- capaz de valorizar las diferencias y las heterogeneidades inherentes a la diversidad cultural. Debe tender a convertirse en una escuela de la comprensión de los grandes desafíos humanos, sociales, económicos y ambientales; al mismo tiempo que una escuela en contacto con las transformaciones sociales, que permita el compromiso local, la participación democrática, el diálogo intercultural. Por último, está llamada a encarnar, más de lo que lo predica, la transición hacia modos de vida cooperativos y sustentables.