Historicidad del concepto de Estado mundial en 2013
Los conceptos tienen una historicidad. Aparecen en un momento dado, en un lugar determinado, y su significado se va modificando a medida que se desplazan en el tiempo y el espacio, así como en el universo de la crítica filosófica y social que se adueña de ellos.
En Hacia la paz perpetua Immanuel Kant ya había lanzado en 1795 las primeras reflexiones sobre la necesidad de concebir una Unión de los Estados libres si se quería instaurar una paz duradera entre las naciones. Aunque no diera el paso de llamarlo “Estado mundial”, lo esencial al respecto quizás ya estuviera dicho.
El Tratado de Westfalia (1648) brindaría, por tres siglos y medio, el marco indispensable de las relaciones entre Estados -que se denominaron curiosamente relaciones internacionales- así como también el del análisis geopolítico.
Pero a lo largo de todo el siglo XIX y durante toda la fase de expansión imperialista -que acelerará sin embargo el proceso de mundialización-, la idea de “mundialidad” se mantuvo muy alejada de las realidades geopolíticas, de la Weltanschauungen (intereses territoriales) y de las ideologías políticas. Hubo que esperar dos grandes crisis sistémicas del “sistema mundial” que desembocaron en las guerras de 1914-1918 y de 1939-1945, para que el adjetivo calificativo de “mundial” se aplicara tanto a la primera (que al principio había sido llamada “la Gran Guerra”) como a la segunda.
En 1920, sobre los escombros de los Estados, el mundo empieza a institucionalizarse a través de la Sociedad de las Naciones y, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, en 1945, se da un paso más con la Organización de las Naciones Unidas.
A partir de 1945 se habían redistribuido las cartas del imperialismo y los Estados Unidos y Rusia (a través de la URSS), apuntando a debilitar a las potencias coloniales -en particular Francia e Inglaterra- predicaban a viva voz la descolonización y la formación de Estados soberanos, independientes de las antiguas metrópolis. Los nuevos imperialistas apoyaban a movimientos independentistas y movimientos de liberación nacional, que aquí llamaremos “nacionalitarios” porque su objetivo era la creación de un Estado nacional independiente, único responsable dentro de sus fronteras por el desarrollo del país y ubicado en una igualdad formal (cualquiera fuese su tamaño o su potencia) en relación a los demás Estados nacionales, dentro del marco de las relaciones internacionales.
El Estado nacional se mundializaba en su doble carácter: como única representación de la voluntad colectiva de una población sobre un territorio limitado por fronteras y, al mismo tiempo, como lugar de poder que instituía de manera específica sobre ese territorio a las demás instituciones (el mercado, las empresas, la sociedad civil, los poderes políticos, etc.).
De 1945 a 1990 -con la disolución de la URSS-, la geopolítica real, al igual que su imaginario, están estructuralmente sobredeterminados por la Guerra Fría entre los bloques aliados a las dos grandes potencias aun cuando, coyunturalmente, algunos períodos han podido ser calificados como de “distensión” (detente). De Estado mundial no se habla más; ni siquiera cabe imaginarlo conceptualmente.
Algunos trabajos filosóficos o sociológicos muy recientes, en particular los de Ulrich Beck, Jürgen Habermas o Jacques Attali, abordan al mismo tiempo la necesidad de sobrepasar al Estado nacional y de implementar una gobernanza mundial. De todos modos ninguno da el paso, ni en el plano teórico ni en el plano ideológico, de describir lo que sería un Estado mundial. Su pensamiento al respecto no tiene de hecho, hasta hoy, una influencia significativa sobre la práctica.
La historicidad del Estado mundial, tal como lo desarrollaremos aquí, es por lo tanto extremadamente reciente. El ejercicio de definirlo es por ende peligroso, pues no sólo hay escasa literatura pertinente sobre el tema, sino que además lo que se juega a nivel político es tan grande (especialmente para quienes se benefician con el orden actual del mundo e, inversamente, para quienes se oponen) que la lucha ideológica se distingue poco del debate conceptual.
Mundialización del Estado e idea de gobernanza mundial
El final de la Guerra Fría y el derrumbe del bloque soviético provocaron la aceleración de los procesos de modernización y de mundialización, pero al mismo tiempo multiplicaron la cantidad de Estados nacionales soberanos, particularmente en Europa central y oriental. Paralelamente, el imperialismo estadounidense se aflojaba y los Estados de Latinoamérica y de África especialmente ganaban autonomía.
El Estado moderno se seguía mundializando entonces bajo su forma ya hegemónica de Estado nacional mientras que, paradójicamente, la mundialización de las demás instituciones de la modernidad (en particular el mercado) tornaba el marco estatal nacional cada vez más inoperante, no sólo para representar de manera legítima la voluntad colectiva y el interés general de la población dentro de sus fronteras, sino también para implementar una capacidad colectiva de los Estados frente a los desafíos ecológicos, económicos y sociales vinculados a la mundialización.
El sistema mundial estaba sufriendo una enorme transformación y los Estados nacionales individual y colectivamente ya no lo manejaban. Una nueva cosmología o una nueva Weltanschauung surge así ante nuestros ojos: la de una comunidad mundial en un mundo que de aquí en más será único y que necesita, siempre sin nombrarlo, lo que podríamos denominar como un “Estado mundial”.
En efecto, desde hace ya unos veinte años, tanto en el marco del Foro Mundial Económico de Davos como en el del Foro Social Mundial de Porto Alegre, mundialistas liberales, antimundialistas y altermundialistas comparten, junto a los científicos, una visión común del mundo: no existe hoy más que UN mundo que abarca la totalidad del planeta. Un SOLO mundo. Un mundo que contiene a todos los demás: “un mundo en el que caben todos los mundos”, como decía el subcomandante Marcos en Chiapas en 1994, cuando lanzaba el levantamiento neozapatista.
Ya sabíamos desde hacía unas décadas que la Humanidad es genéticamente UNA SOLA, es decir que la especie humana no tiene más que una raza. También sabíamos desde la crisis petrolera de 1973 y Los límites del crecimiento del Club de Roma que el planeta es limitado en sus recursos materiales y su energía y hemos tomado mayor conciencia con la catástrofe de Chernóbil en 1986 de que los efectos radioactivos no respetan fronteras. Por último, desde la Cumbre de la Tierra en Río en 1992, sabemos que la sustentabilidad consistiría en integrar el desarrollo dentro de los límites de lo renovable, aunque hasta ahora se haya hecho lo contrario.
Pero hubo que esperar el final de la Guerra Fría y las grandes catástrofes climáticas y ecológicas, luego las crisis financieras, económicas, presupuestarias, sociales y luego políticas (2007en adelante) para que se instalara en forma duradera en la conciencia universal la idea de que la condición humana no sólo es universal en su esencia sino que es indisociablemente solidaria en su devenir.
La Humanidad se ha creado UN mundo. Y tras el fracaso de las Conferencias de Copenhague sobre el cambio climático (2010) y de Río+20 sobre el desarrollo sustentable (2012), debemos constatar que tanto la comunidad internacional (la de los Estados) como los alter -o hasta lo antimundialistas- coinciden relativamente en cuanto al “estado de la situación del mundo” y la ausencia de una gobernanza mundial que esté en condiciones de hacer frente a los desafíos que ya son globales. Estos grupos divergen en cambio en cuanto al tipo de regulación que habría que implementar y a los resultados esperables en materia ecológica, económica y social.
Gobernanza (mundial) y Estado (mundial)
En primer lugar, ¿qué es la gobernanza? Sabemos lo que no es. No es el gobierno, que implementaría una política de modo voluntarista; tampoco es un “efecto de sistema”, una forma (que sería más o menos fácil de describir) que toman las relaciones de fuerza económicas (explotación), políticas (dominación) y simbólicas (hegemonía) en una sociedad determinada. Por último, tampoco es un arreglo más o menos oculto entre algunas potencias poseedoras de poder político, económico o hegemónico (esta última definición nos llevaría a adoptar una manera de teoría del complot).
Por el contrario, planteamos en este artículo el postulado de que no existe gobernanza si no existe un poder instituido que se autorice a abrir el ejercicio de su poder a otros actores que él elija. Sin poder instituido no hay gobernanza, sino poderes en competencia y antagónicos que se disputan los recursos del planeta y los beneficios del trabajo humano. Conocemos a quienes tienen esos poderes entre sus manos: grandes empresas transnacionales o mundiales que se reparten los mercados legales (World Companies), mafias que organizan el crimen a escala planetaria y se disputan los mercados ilegales, Estados imperialistas que buscan controlar territorios. Pero ningún poder instituido es hoy por hoy legítimo -y ni siquiera capaz- de regular a las primeras, proscribir a las segundas o imponer el derecho internacional (incluso mundial) a los terceros.
La gobernanza se define entonces aquí como la manera de gobernar de un Estado moderno que opta por abrir la elaboración de las decisiones sobre la orientación, la implementación y el control de sus políticas públicas a partes involucradas no estatales (empresas privadas o asociaciones de defensa de intereses o de valores). Por otra parte, el Estado puede delegar sus competencias a estructuras políticas infra o supraestatales. Esta definición es válida en todos los niveles territoriales de la política, desde lo local hasta lo global, pasando por los niveles provinciales, nacionales, regionales y/o continentales.
En veinte años, de Río-1992 a Río-2012, del G7 al G20, del GATT a la OMC, de la ampliación de los DEG (derechos especiales de giro) del FMI hasta los países emergentes, de las contracumbres hasta los Foros Sociales Mundiales, la aspiración a una mayor legitimidad en las decisiones tomadas a nivel global parece seguir una tendencia muy clara y, desde la OMC hasta la ONU, asistimos a una popularización de la idea de “gobernanza mundial” que se manifiesta como un “deseo” de gobernanza mundial o bien como una frustración frente a la ausencia de la misma.
Es exactamente a la necesidad histórica de institucionalizar la gobernanza mundial que corresponde el concepto de Estado mundial. Sería, por otra parte, la condición necesaria para que esta gobernanza mundial se base sobre una legitimidad democrática.
Del Estado
Desde Max Weber en adelante es común definir al Estado como la única institución social dueña de ejercer, en su territorio, violencia física legítima. Sólo él, como diría Immanuel Kant, puede garantizar la paz perpetua (dentro de sus fronteras).
El Estado moderno es doble: por un lado, el Estado es “Estado de derecho”; institución de las instituciones. Constituye así la piedra angular de la libre expresión y del libre desarrollo de la ciencia y de la filosofía crítica, de las subjetividades individuales y colectivas y de las ideologías políticas, pero también de las formas que toman el mercado y la tecnología.
Por otra parte, el Estado es “Estado soberano”, que también ha sido llamado Estado-nación, garante de la más alta subjetividad colectiva, un “nosotros” inclusivo sobre un territorio, que dirige el devenir común. La soberanía interior y la soberanía exterior son inseparables. La soberanía interna (colectiva) de la sociedad se confiere al Estado por intermedio de los individuos constituidos en nación (o en pueblo soberano). La soberanía exterior individual del Estado nacional es conferida por intermedio de los otros Estados (individuales) constituidos en “sociedad de las naciones”, es decir en sistema nacional/mundial.
Tal como lo ha mostrado claramente Michel Beaud, el sistema mundial está muy jerarquizado. Para decirlo en otros términos, sin la piedra angular que podría constituir un Estado mundial, no solamente el sistema nacional/mundial jerarquizado es el producto de las relaciones de fuerza imperialistas sino que, además, no puede ser democráticamente reformado, puesto que ninguna institución tiene por función instituir a las demás instituciones. Por último, no es posible a nivel mundial ningún “para sí mismo” colectivo. La comunidad mundial, sin conducción, a merced de los apetitos económicos, mafiosos e imperialistas, se encuentra tironeada en todas partes del mundo entre crisis ecológicas, financieras, económicas y políticas de un sistema nacional/mundial jerarquizado en reorganización permanente.
Por el Estado mundial
Sólo un movimiento “cosmopolitario” podrá reivindicar la constitución de un Estado mundial, tal como lo hicieron en su momento los movimientos nacionalitarios, cuando el desafío social y político era constituir Estados nacionales para instituir las sociedades y expresar la voluntad colectiva.
La idea de un Estado mundial puede generar miedo si imaginamos que podría instituirse un Leviatán totalitario.
Pero también podemos imaginarlo como una Confederación mínima, basada en el principio de la subsidiariedad activa, o una federación de federaciones continentales, o bien como una organización internacional de tercer tipo (después de la SDN y la ONU), de la cual los organismos internacionales y las agencias especializadas constituirían “ministerios mundiales”. O, finalmente quizás, una mezcla de esas formas de organización política.
Y, pensándolo bien, lo que asusta es la actual ausencia de Estado mundial, porque ninguna regulación sistémica, y por ende ningún control democrático es hoy vinculante, ni frente a las dominaciones imperialistas, ni frente a la explotación económica ilimitada de los recursos y de las poblaciones por parte de las multinacionales y de las mafias, ni frente a la hegemonía cultural de la sociedad de consumo y despilfarro en el mismo nivel en que operan esas dominaciones, explotaciones y hegemonías: el nivel mundial.
En efecto, el Estado mundial democrático que surgiría bajo la presión de un movimiento democrático cosmopolitario, no instauraría una sociedad mundial sin conflictos, ni mucho menos. No haría desaparecer la dominación ni la explotación ni la hegemonía actuantes desde lo local hasta lo global. Pero haría al fin posible la reorganización de la acción colectiva en los niveles adecuados de gobernanza. Sería un marco mucho más operante para la expresión democrática de las fuerzas sociales antagónicas y sus expresiones ideológicas o políticas.
El Estado mundial permitiría también relegitimar al mismo tiempo el sistema político mundial, en todos sus niveles de interacción desde lo local hasta lo global, y las expresiones múltiples de sus oposiciones…también en todos los niveles.
El Estado mundial es necesario precisamente porque será el objeto de oposición de las organizaciones de la sociedad civil, de los movimientos sociales y de los partidos políticos, desde el nivel más global hasta el más local de la acción social y política.
Es a través del diálogo y la negociación con las organizaciones de la sociedad civil mundial, y por los desafíos que le plantearían los movimientos sociales mundiales sobre las orientaciones societales fundamentales tomadas en nombre de los pueblos y los ciudadanos del mundo que el Estado mundial, árbitro y piloto, sería el garante de la gobernanza mundial (cuyas formas serían entonces debatidas democráticamente).
Un Estado mundial permitiría así que la acción colectiva (social o política) recobre un sentido, porque se reorganizaría dentro de un campo de fuerzas enmarcado institucionalmente.
El “pensar global, actuar local” que planteaba la primera ecología política ya no alcanza. De aquí en más también es necesario “pensar local y actuar global”. Y de hecho, es sobre la “gobernanza mundial” que se trata de interrogarse; y ésta no existirá sin una forma de institucionalización: llamémosla “Estado mundial”.