El mundo geopolítico está compuesto por entidades celosas de su soberanía. Las formas que pueden revestir dichas entidades se define en primer lugar por su tamaño, durante mucho tiempo considerado por los filósofos y politólogos como el factor determinante de la constitución política de un Estado. Desde siempre suele asociarse la idea de imperio con el autoritarismo y la de ciudad-Estado a menudo con la de república. Hasta una época reciente, la historia del mundo se resumió con frecuencia a una lucha de poderes que oponía a las ideas con intenciones imperialistas de las grandes potencias contra el deseo de supervivencia de las más pequeñas. Después de varios milenios, el siglo XX y sus ignominias provocaron la caída final de los grandes imperios. Entre ellos, la URSS cuenta con la distinción de haber sido el último en desaparecer en 1991, después del efecto dominó iniciado con la Primera Guerra Mundial. Antes de ello, en el siglo XIX, los grandes arranques nacionalistas, en particular italianos y alemanes, absorbieron a los últimos micro-Estados europeos, mientras que la colonización, y sobre todo la descolonización, tendrían por efecto la reconfiguración de vastas áreas del planeta en entidades políticas modernas. El resultado es que en el siglo XXI, salvo algunas pocas excepciones debidas a rarezas de la historia o a particularidades geográficas (San Marino, Mónaco, Andorra por ejemplo, y algunos restos coloniales), el mundo geopolítico está constituido casi exclusivamente por Estados nacionales, es decir un tipo de organismo político territorialmente íntegro que se sitúa de algún modo entre la ciudad-Estado y el Imperio.
Es cierto que la forma que puede revestir el Estado nacional, o Estado-nación, varía sensiblemente, tanto en el plano geográfico como demográfico, económico y político, y el tamaño de un país y su situación geográfica ya no son percibidos como los únicos factores que determinan su naturaleza y su esencia. En la actualidad, el mundo cuenta con alrededor de doscientos Estados independientes. En 1945 había unos cincuenta. En el siglo XVII, Europa central era un mosaico de…¡mil Estados!
El término de Estado-nación es en sí mismo profundamente incorrecto, puesto que asocia la idea del Estado a la de nación, cuando en realidad muchos países del mundo no se corresponden con ese esquema y su identidad “nacional” o bien está ausente o bien es sepultada por otras formas identitarias: regionales, étnicas o lingüísticas. Sería más apropiado hablar, tal como lo hacía John Herz, de Estado territorial.1 A pesar de todo, el término de Estado-nación fue imponiéndose con el tiempo, quizás reforzado por la creación de dos organismos que reivindican ese concepto: la Sociedad de las Naciones y la Organización de las Naciones Unidas (cuyos artífices preferían la palabra “Estado” a la de “Nación” pero tuvieron que renunciar a ello por no crear una confusión con los Estados Unidos de América).
En el siglo XIX es cuando convergen estos dos conceptos que son el Estado y la Nación y, cada uno por su lado, encuentra en ese momento su máxima expresión: el primero con Hegel, el segundo con Fichte (Discurso a la nación alemana) y luego Renan, autor, en 1882, del texto fundador sobre el tema (¿Qué es una nación?) donde el escritor francés pensaba la nación como “un alma, un principio espiritual”, es decir una entidad dotada de algún modo de una personalidad colectiva, allí donde el Estado no es más que un organismo institucional. La segunda mitad del siglo XIX asistió al surgimiento de las grandes ideologías nacionalistas de derecha que, integrando a veces las nuevas teorías racistas, culminaron en las ideologías fascistas. Al mismo tiempo, el pensamiento marxista, aun cuando se basara en parte sobre fundamentos hegelianos, trasciende la noción de Estado y desemboca en una ideología universalista (con la desaparición del aparato estatal que sigue a la dictadura del proletariado, según Engels y luego Lenin) que, en la práctica, terminó por lo general desvirtuándose en beneficio de intereses nacionalistas, empezando por los de la Unión Soviética. El nacional-socialismo mezcla a su manera diversas corrientes ideológicas y promete la creación de un Estado universal impuesto a la fuerza por la nación alemana, definida esta última por el partido nazi según criterios históricos, culturales y raciales.
El Estado-nación es indisociable del Estado moderno. Éste se impone en los siglos XVII y XVIII con el surgimiento de una nueva ola de países -Suecia, Francia, Inglaterra, Provincias Unidas/Países Bajos- que asocian una organización política y económica mucho más eficiente que la de los imperios, con una fuerte identidad nacional cultivada por el centro neurálgico del poder. Las Revoluciones de 1776 y de 1789 imponen ese modelo reinventando nuevas formas políticas y difundiendo las grandes ideas que luego gobernarían el mundo. Allí es donde toma cuerpo la ideología nacionalista que terminaría con los grandes imperios, con un trabajo de debilitamiento progresivo que fue asociando desconstrucción y reconstrucción. La victoria casi absoluta del modelo político del Estado-nación también tendrá por efecto en el siglo XX aniquilar las ambiciones coloniales de los países que inventaron ese modelo y cuyas poblaciones, ganadas a la causa del ideal nacionalista, se muestran cada vez más reticentes a las políticas intervencionistas perpetuadas por sus dirigentes. Incluso antes de la Primera Guerra Mundial, el presidente Wilson aporta a través de sus Catorce puntos un corolario a la Declaración de Independencia de Thomas Jefferson, imponiendo un concepto que hará furor: el derecho a la autodeterminación de los pueblos (punto n°10). Con la Carta del Atlántico de 1941 y luego la Carta de las Naciones Unidas, el derecho de los pueblos a la autodeterminación se convertirá en una de las piedras angulares del derecho internacional y del mundo contemporáneo. Todavía hoy que el Estado-nación ya parece haber sido superado, el derecho a la autodeterminación sigue representando un nuevo horizonte identitario y político para muchos pueblos. Esta paradoja aparente presenta varios ejemplos patentes: los catalanes y escoceses, entre otros, que aspiran a la creación de un Estado nacional sobre el telón de fondo de la construcción europea.
El Estado-nación se articula en torno a dos elementos fundamentales: la soberanía y la ciudadanía. La soberanía corresponde al derecho de los Estados a ejercer la autoridad política de manera exclusiva e indivisible sobre un territorio geográfico definido y sobre un pueblo o grupo de pueblos que residen sobre ese territorio. El concepto moderno de soberanía encuentra su expresión teórica original enunciada por el filósofo francés Jean Bodin en el siglo XVI: “el poder de dar ley a todos en general y a cada uno en particular”. El principio de soberanía se impuso como la partícula elemental del sistema geopolítico elaborado en el siglo siguiente por Richelieu y Mazarin. El respeto absoluto de la soberanía nacional es la condición sine qua non de la estabilidad europea después de 1648 y se mantendrá como el fundamento de todas las formas de gobernanza transnacionales que surgen desde entonces (mecanismos del congreso de Viena, luego Sociedad de las Naciones y Organización de las Naciones Unidas).
El concepto de ciudadanía está inextricablemente vinculado con el de Estado. La ciudadanía es la forma legal del individuo, la que lo vincula exclusivamente a un Estado (o dos o más para los individuos que tienen varias nacionalidades). En derecho internacional, ciudadanía y nacionalidad son equivalentes. Ciudadano y Estado tienen deberes específicos uno hacia el otro y es el Estado quien atribuye al ciudadano sus derechos (y de ser necesario, se los retira). A cambio, este último tiene teóricamente el derecho de cambiar de ciudadanía, pues no es sujeto ni pertenece a un príncipe. Fuera del caso, ya raro en la actualidad, de los apátridas (“sin patria”), todos los habitantes del planeta son ciudadanos de un país o, si se prefiere, de un Estado-nación (el llamado pasaporte “europeo” es en primera instancia un pasaporte nacional.)
En otro orden de ideas, el concepto generoso de “ciudadano del mundo” es un bello ideal pero que no se corresponde con ninguna realidad legal, o casi (ver la entrada Pasaporte Nansen/Pasaporte Mundial). El individuo se define pues legalmente por su nacionalidad y por su vinculación a un Estado (la nacionalidad también es, al menos a través de la mirada del otro, la primera definición identitaria del individuo). Desde esta perspectiva, el concepto de Estado-nación cobra todo su sentido legal.
Hemos visto de qué modo el individuo está ligado a un Estado en tanto ciudadano, que el Estado se define a través de la soberanía que ejerce sobre su territorio y sus nacionales y que el Estado nacional es la única entidad política legítima en el tablero geopolítico actual. Examinemos ahora las consecuencias de ese estado de la situación sobre la gobernanza mundial.
En primer lugar, evitemos la confusión que podría surgir de la visión popular de la ONU. La ONU es un organismo de seguridad colectiva que no sustituye legalmente en nada al Estado soberano. Por ello la ONU no es, contrariamente a lo que se cree con mucha frecuencia, un organismo supranacional que ejercería una autoridad política superior a la que tienen los Estados. El Estado posee el monopolio legítimo del uso de la fuerza (los terroristas, por ejemplo, hacen de ella un uso “ilegítimo”) y es a través del Estado, o más exactamente de un grupo de Estados, que la ONU puede iniciar una intervención militar, tanto en términos de decisión como de logística. En el mismo orden de ideas, el problema principal de la “soberanía” de la Unión Europea es que esta última no dispone de ese monopolio (no tienen ni ejército ni política exterior), no cumple con los deberes tradicionales del Estado en relación al ciudadano (concretamente el de protección, incluso en relación al Estado), ni se beneficia directamente (lo hace indirectamente) con los deberes del ciudadano para con el Estado (por ejemplo, sus obligaciones fiscales). A pesar de todo, no es inexacto decir que los Estados que han elegido adherir a la UE se ven obligados a delegar algunas parcelas de soberanía a Bruselas, sabiendo también que nada impide a un miembro retirarse de la Unión si así lo desea.
Hasta hace poco tiempo el Estado-nación lograba cubrir de manera más o menos satisfactoria las necesidades básicas del ciudadano. Las grandes diferencias que podían existir entre los países en cuanto a sus respectivas capacidades para cumplir con sus obligaciones se debían principalmente a la calidad del aparto estatal y a la competencia de los regímenes políticos (la gobernanza). Eso todavía es válido en la actualidad, donde Finlandia o Dinamarca cumplen mucho mejor con sus obligaciones que Somalia o Corea del Norte por ejemplo. Pero un Estado podía por sí solo cumplir con el deber de proteger al ciudadano, garantizarle un mínimo (o más) de seguridad social, médica y económica. Sólo el problema de la paz y de la guerra requería de un ejercicio que sobrepasara el estrecho marco del Estado nacional. De allí nacieron los diversos intentos por encontrar una solución a ese problema espinoso, cuya fuente principal había que buscarla, por otra parte, en la esencia misma del Estado-nación, puesto que éste ubica su “interés nacional”, o al menos la percepción que de ese interés tengan los dirigentes por encima del interés colectivo.
En la segunda mitad del siglo XX el concepto de interés colectivo ya se fue ampliando, con la creación de organismos destinados a responder a la creciente interdependencia económica. Pero sólo a comienzos del siglo XXI salieron a la luz los múltiples problemas que afectan no sólo a los Estados sino a todos los Estados colectivamente, problemas tales como el calentamiento global y las consecuencias del efecto invernadero, las crisis económicas y financieras profundas que afectan a amplias regiones del planeta, la insoportable desigualdad que se instaló duraderamente entre los pueblos, las migraciones, la inestabilidad crónica de algunas zonas del planeta, el terrorismo transnacional, la proliferación nuclear, etc. Al igual que para el cambio climático, del que resultamos ser en parte responsables, los problemas del mundo están de ahora en más interconectados de manera inextricable e irreversible. Y la época en la que un Estado podía jactarse de ser capaz de resolver todos los problemas que lo involucraban ha quedado definitivamente en el pasado.
Sin embargo, los atavismos políticos son tenaces y el “interés nacional” sigue primando por sobre el interés colectivo. Y en tanto y en cuanto los pueblos no coloquen el interés colectivo por delante del interés nacional, los dirigentes políticos seguirán complaciéndose en las antiguas prácticas. En este campo, la actitud de los Estados Unidos, por ejemplo, es característica y hasta caricaturesca. No obstante ello, en ausencia de mecanismos nuevos elaborados a partir de estos nuevos desafíos transnacionales, el Estado-nación sigue siendo indiscutible en la actualidad, aunque se vea cada vez más desfasado e impotente. En consecuencia, los cambios necesarios para afrontar colectivamente el presente y el futuro sólo pueden proceder de dos fuentes: o bien una transformación radical de las mentalidades que permitiría que el Estado-nación se reinventara, manteniendo su estatuto, o bien el desarrollo de mecanismos adaptados y la intervención de nuevos actores que permitan paliar en forma eficaz las insuficiencias y deficiencias del Estado nacional (o una mezcla de los dos). Sea como fuere lo que nos reserva el futuro, y aun cuando apareciera a largo plazo un Estado mundial o una arquitectura de la gobernanza radicalmente distinta a la de hoy en día, es más que probable que el Estado-nación tenga todavía unos largos años de existencia por delante.