La paz de Westfalia definió en 1648 la organización política del mundo occidental mediante su disposición en Estados-nación soberanos territorialmente excluyentes y mutualmente rivales. En Europa se puso fin así a siglos de guerras intermitentes de todos contra todos. En el período que va del siglo XVII a la mitad del siglo XX, en paralelo a la expansión occidental por todo el planeta, la no injerencia entre estos Estados garantizó la paz y la estabilidad durante los interludios que separaron los diferentes conflictos bélicos.
Con la paz, floreció, al menos en Europa, la economía, el desarrollo tecnológico y el progreso social, pero también la preparación para los periodos de guerra que se hicieron más breves, intensos y devastadores, y que se caracterizaron por la ruptura de las reglas westfalianas de juego por la potencia imperialista de turno, a costa de sus vecinos. Al final de la Segunda Guerra Mundial los conflictos armados fueron expulsados de los países centrales (Europa, Norteamérica, Japón, China y la URSS) mientras en el resto del mundo las guerras civiles substituyeron a las guerras internacionales en una primera etapa como parte del escenario de la guerra bipolar global, y después de 1989 como parte de un nuevo tipo de guerra multilateral a medio camino entre la Guerra Fría y la guerra puramente económica, entre potencias viejas, emergentes, redes terroristas y criminales, corporaciones transnacionales y otros.
Mientras, en estas últimas siete décadas de paz global y guerras locales, la revolución de los transportes y las telecomunicaciones ha incrementado enormemente las interdependencias a través del globo, ya sean de tipo económico y financiero con la reducción de los precios de transportes de mercancías y con cientos de miles de transacciones financieras en un mercado mundial que no descansa a lo largo de 24 horas, así como mediante la liberalización de los mercados que ha acelerado los volúmenes de exportación e importación a través del globo; o interdependencias electrónicas mediante el espectacular desarrollo de internet y de la telefonía móvil. Pero los fenómenos globales trascienden lo político y lo económico y conciernen todos los ámbitos y aspectos sociales desde el deporte y el medio ambiente al terrorismo y las pandemias. En este escenario, los poderes públicos de los Estados que antaño se hacían la guerra, hace mucho tiempo que han consolidado relaciones pacíficas y facilitado la creación de bloques regionales e instituciones internacionales para empezar a coordinarse mejor, pero en muchos casos todavía siguen actuando de forma fragmentada a pesar de convivir en un mundo cada vez más interconectado e interdependiente, perdiendo información vital necesaria para una toma de decisiones eficiente. Así, su influencia por separado queda mermada al ser incapaces de controlar todas las variables que afectan a la comunidad y al territorio que dependen de su gestión. La realidad de un mundo interdependiente precisa pues de una interdependencia formal, justa y regularizada entre los diferentes actores políticos (Estados, autoridades locales, sociedad civil, instituciones internacionales, redes ciudadanas, sindicatos, etc.) en una nueva arquitectura democrática mundial, y concretamente, la regeneración de las instituciones democráticas mediante su democratización, fortalecimiento, expansión y mayor cohesión, que evacue el sistema feudal de casi doscientas falsas independencias. En el apartado a continuación se reflexiona sobre el rol de los Estados interdependientes en este nuevo escenario.
La evolución de las relaciones entre Estados en un mundo interdependiente
La interdependencia económica entre las naciones había sido observada y enunciada en primer lugar por Marx en el Manifiesto Comunista en 1848, para diferenciarla de la autarquía económica de los países y territorios en el pasado. En 1929, Gandhi concibió la interdependencia desde una perspectiva de realización del individuo por medio de su ser social. En 1944 el escritor, filósofo e historiador norteamericano Will Durant redactó la primera “Declaración de interdependencia” que precedió al movimiento de los derechos cívicos en Estados Unidos y que declaraba la necesidad de hermanar a la humanidad y la tolerancia mutua como llave de la libertad. Otras iniciativas similares han aparecido en años recientes. Debido a su enorme anclaje sociohistórico como elementos integrantes y organizadores de la sociedad, es muy difícil que los Estados desaparezcan, al menos a corto o medio plazo. A pesar de ello, todavía no existen propuestas suficientemente elaboradas sobre el papel de los Estados en una gobernanza mundial compleja con muchos actores participantes.
En un mundo políticamente interdependiente, los Estados deberían cumplir al menos las dos condiciones siguientes: en primer lugar, en él, los Estados incorporarían en sus constituciones la misión de responsabilizarse, de manera compartida con los otros Estados e instituciones internacionales, del destino del conjunto de la humanidad, adquiriendo el deber de colaborar en la resolución de conflictos y garantizar las necesidades básicas ciudadanas en otros países y regiones del mundo que se vean necesitadas. Para ello los Estados actuarían siempre bajo consenso y coordinación con otros Estados e instituciones internacionales. Esta obligación de apoyo mutuo implica una segunda regla fundamental que es la no agresión por iniciativa propia, inclusive contra la población del propio Estado o alguna de sus minorías. Del cumplimiento de estos dos preceptos derivaría la criminalización internacional definitiva de la doctrina de la guerra preventiva, así como por otro lado la erradicación absoluta de conflictos armados civiles. Para evitar la violación de estas condiciones las organizaciones regionales o mundiales como la ONU se dotarían de unidades rápidas de intervención capaces de neutralizar cualquier iniciativa armada tanto de un gobierno reconocido oficialmente como de cualquier otra autoridad, facción, guerrilla, grupo armado o red terrorista beligerante. Si el Estado agresor fuera una potencia regional o mundial como por ejemplo los Estados Unidos o China, y ante la inefectividad de enfrentar una unidad rápida internacional a un ejército igualmente preparado, la comunidad internacional debería optar por sanciones económicas, diplomáticas u de otro tipo que deberían haber sido pactadas y publicadas previamente en el marco del acuerdo o de la institución representativa de los Estados participantes. Por otro lado, la comunidad regional e internacional de estados interdependientes estaría obligada a asistir a las partes en conflicto para encontrar una solución pacífica y democrática al mismo. Finalmente, un aspecto intrínseco a una nueva gobernanza mundial basada en la interdependencia sería la refundación democrática de las instituciones internacionales, y más concretamente la eliminación de un obstáculo mayor del orden actual: el derecho de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU.
Otro compromiso de los Estados interdependientes, más allá de la asistencia y de la no agresión, sería la obligación de participación en la toma conjunta de decisiones en instituciones, foros o redes regionales, intercontinentales o mundiales, y la obligación de la coordinación de éstas entre sí a escala mundial para los temas y las decisiones en que así se requiera. Hoy en día, el volumen de decisiones tomadas conjuntamente por los Estados en estas esferas es considerablemente superior al de hace varias décadas. Sin embargo, con la soberanía real que aún les queda, los Estados, especialmente los más grandes, pueden decidir aprobar leyes, acuerdos o tratados, o al contrario, rechazar su implicación en ellos, con toda libertad y no siempre con demasiada responsabilidad, pues los intereses propios que anteponen en sus decisiones chocan a menudo con el interés común, afectando a la población de países terceros. Un ejemplo son una gran mayoría de decisiones de tipo medioambiental a escala internacional en las que ciertos Estados defienden sus propias empresas contaminantes o generadoras de residuos que dañan el medio ambiente de otros territorios por su presencia directa en ellos o por la polución atmosférica, la diseminación marina o el calentamiento global, entre otros. Por otro lado no cabe duda de que el campo temático de alcance de la obligación de participación en la gestión supranacional ha de ser amplísimo, e incluir aspectos tan variados como la seguridad internacional, la defensa y la industria armamentística, los modelos energéticos y el cambio climático, la gobernanza financiera, la investigación científica y sanitaria, la restructuración del mercado agroalimentario y muchos otros.