MEMORIA(S)

La memoria no es un singular, y este es el primer enunciado que ha de definirla. La memoria se escribe en plural y al referirla, la nombramos como un trabajo, como un proceso social, como un ejercicio del presente sobre el pasado, como una reconstrucción, como una oposición compleja con la historia, como un modelo para armar, como una caja puesta en la salón principal de la casa o como una función del psiquismo.
La memoria es una construcción colectiva y una experiencia personal. Nadie dudaría que algo de la memoria es un proceso psíquico, mental, o se tomaría la cabeza cada vez que un recuerdo parece esfumarse. La memoria es un debate, un deber, un derecho, un proceso social y neurocientífico, un compromiso del estado, y el nombre que se han dado las luchas por la verdad y la justicia tras los peores genocidios que ha conocido la humanidad.  Es por ello que quizás es más preciso – o más cómodo- hablar de las memorias, y aprovechar el plural para hacer hincapié en la amplitud de la noción y en lo no clausurante de sus definiciones.
Las memorias como toda acción social, necesitan de otro para constituirse. Las vivencias, los recuerdos, las trazas de experiencia que portamos son parte de nuestra inscripción individual y social en tiempos y lugares determinados, cuestión que necesariamente abre la pregunta por los sujetos que finalmente están tras esas memorias. ¿Quiénes recuerdan? ¿Qué recordamos? ¿Qué se autoriza oficialmente para recordar? ¿Qué se escapa del recuerdo oficial? ¿Quiénes quedan sin ser recordados?
Los procesos históricos “dolorosos” o traumáticos como guerras civiles, dictaduras, genocidios, o los actos de terrorismo, han estado secundados desde el Holocausto nazi de lo que se ha llamado “políticas de la memoria”. En ellas, los Estados han fijado pactos y compromisos “reparatorios”, en donde a través de la justicia y los tribunales, pero también de actos simbólicos como la construcción de memoriales o museos de conmemoración a las víctimas, se intenta re-hilvanar el lazo social roto tras los hechos de extrema violencia. Esta es la “memoria oficial”. Como toda puesta en acto realizada desde el poder, muchas expresiones de memoria diversas y antagonistas, y por sobre todo no oficiales, quedan por fuera del discurso principal y es por ello que es posible ver emerger otros relatos y propuestas desde la ciudadanía.

La memoria es un derecho y desde la ética también se la ha planteado como un deber. Pero probablemente, uno de los mayores desafíos que ambos conceptos imponen es su constante elaboración y actualización, pues fácilmente su repetición puede dejarlos en un horizonte demasiado abstracto sin conexión con hechos cotidianos concretos. El deber no puede estar vacío de significado, y la transmisión de las memorias no ha de caer en la banalización o la repetición por la repetición.

Las memorias son un terreno en disputa, un campo de batallas en donde el olvido también es un derecho que se ejerce individual o colectivamente, pero luego de haber obtenido el derecho a recordar. ¿Cuán lejano o cercano debe ser un acontecimiento para ser materia de las memorias? ¿Es objetivable acaso un proceso de ya difícil descripción? Pensemos, por ejemplo, en la caída de las Torres Gemelas o en los ataques terroristas del 11M en España. Más allá de los posibles homenajes y memoriales a las víctimas, ¿qué es lo que hace posible hablar de una –o varias- memorias del proceso? ¿qué es lo que cohesiona a quienes recuerdan cuando no es el Estado quien han perpetrado los crímenes o no es como en el caso judío la religión lo que aglutina?

Se ha hablado de los “abusos de la memoria” y más allá del uso específico del concepto acuñado por Tzvetan Todorov, podríamos afirmar que al menos para lo que al Cono Sur de América Latina refiere, las memorias han apuntado a una disputa política por la verdad y la justicia tras los genocidios de las últimas dictaduras. Las memorias, entonces, han encarnado un proceso de
politización que sirvió de respuesta al asesinato, tortura y desaparición de miles de militantes de izquierda en países como Chile, Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay, e incluso, podríamos afirmar que la “colonización” de este concepto comporta en sí misma un triunfo.
¿Es posible hablar de memorias por fuera de este mapa? ¿Es deseable acaso? ¿Se trata de ampliar las luchas por la memoria más allá de los límites políticos e ideológicos de la izquierda? Al menos, y eso es seguro, las memorias tienen que actuar en el presente, sin caer en la retórica del sinsentido, de la repetición por la repetición, de la victimización o la liturgia histórica. Si las memorias son un modelo para armar, que lo sean para construir siempre en colectivo.