El miedo es hoy uno de los motores de la política, incluida la política internacional y, en ese sentido, figura dentro de los elementos que hay que integrar y manejar a la hora de construir una nueva gobernanza mundial. En las personas y en los animales el miedo es un mecanismo de protección que permite anticipar y responder a un peligro cualquiera, que suele ser real. En el plano colectivo, el miedo también puede servir como mecanismo de autoprotección, pero dentro de una colectividad, la dimensión irracional, o al menos no racional y emocional del miedo cobra mayor importancia. Desde esta perspectiva, el miedo se convierte en un instrumento político que unos y otros pueden manipular dentro del marco del ejercicio y de la lucha por el poder, así como también en la explotación de la potencia. La intrusión de los medios masivos de comunicación en la vida de cada uno y su papel de árbitro social y político no ha hecho sino exacerbar esa dimensión del miedo, mientras que las nuevas tecnologías de comunicación amplifican aún más el fenómeno. En el ensayo que dedicó a la época de las guerras de religión, Montaigne señalaba ya que: “Terror análogo acomete a veces a muchedumbres enteras, a ejércitos enteros también. (…) Llaman a eso terrores pánicos”.
El miedo puede ser mal consejero en los asuntos políticos. Siempre en palabras de Montaigne: “A veces nos pone alas en los talones, otras nos clava los pies y nos bloquea”. No obstante ello, llevado al extremo, puede convertirse cuando es necesario en fuente de paz y de estabilidad, tal como sucedió con las armas nucleares durante la Guerra Fría. De hecho, la amenaza de un cataclismo nuclear que tenía el potencial de destruir a la humanidad entera constituyó probablemente la principal razón por la cual la Guerra Fría no desembocó en una Tercera Guerra Mundial. Se trató de un caso particular, por no decir extraordinario y, al menos en una ocasión (en 1962 en Cuba) la humanidad rozó el suicidio.
De manera más general, el miedo del “otro” es a menudo fuente de conflicto, tal como lo subrayaba ya Tucídides en relación a Esparta y Atenas para un guión que no ha dejado de repetirse una y otra vez a lo largo de la historia hasta nuestros días. Más cerca nuestro, en 1938 en Munich, la abdicación de Francia y Gran Bretaña frente a Alemania tenía por causa el miedo que inspiraba Hitler, y todos conocemos las consecuencias que tuvo esa trágica decisión. Entre los Estados, el miedo genera desconfianza, e inversamente. Las consecuencias son tanto más fuertes cuanto más heterogéneos sean los regímenes: aparentemente, los países democráticos se tienen mucho menos miedo entre ellos que lo que temen a los países autoritarios, cuyos dirigentes son considerados como inestables y mal intencionados. Esto también es válido entre los países autoritarios: en 1941, Stalin tenía un miedo paranoico de Gran Bretaña (democrática) cuando hubiera debido desconfiar más de la Alemania fascista.
El terror, en su acepción política, es un instrumento que explota el miedo y juega casi exclusivamente sobre la dimensión psicológica del individuo y de la colectividad. En el seno de un Estado, el uso del terror puede ser, para un gobierno, un medio para asentar su poder y su potencia. El terrorismo es una herramienta, para un grupo sin legitimidad y a menudo sin grandes medios financieros, para oponerse al poder vigente. El terror también forma parte de la guerra: desde las pirámides de cráneos erigidas por Tamerlán en el siglo XV hasta los bombardeos estratégicos de la Segunda Guerra Mundial, sin hablar de Hiroshima y Nagasaki, el objetivo era aterrorizar a las autoridades y a las poblaciones hasta el punto de modificar su resolución de combatir (para un análisis detallado, ver la entrada Terrorismo).
En los años 2000 las amenazas reales, virtuales o imaginarias del momento han sido a menudo exageradas por gobiernos poco escrupulosos que alimentaron a medios de comunicación ávidos de “vender angustia”, retomando la expresión de Gérard Chaliand. Así ocurrió en relación al terrorismo, a la proliferación nuclear, las acciones de Corea del Norte y de Irán. En algunas ocasiones lograron combinar en las mentes todas esas amenazas para desembocar en la “amenaza absoluta”: un grupo de terroristas armados con bombas nucleares es alentado por uno de esos países “malvados” a cometer un “hiperatentado”, cuando en la realidad, cada una de esas amenazas estaba relativamente aislada y era más o menos controlable. “Nuestras dudas, decía Shakespeare, son traicioneras, y nos hacen perder lo bueno que hubiéramos obtenido, por miedo a intentarlo.” 1
Más saludables, las advertencias por parte de la comunidad científica sobre las amenazas del medioambiente sirvieron para alertar a las poblaciones y las autoridades. Esa toma de conciencia relativamente rápida llevó a la implementación de medidas que, hace sólo unos años atrás, parecían impensables.
Los miedos a veces estás guiados por previsiones huecas: las advertencias de Malthus en el siglo XIX respecto a la superpoblación, por ejemplo, o el miedo al problema informático del año 2000. Con frecuencia también nuestras percepciones de la realidad son falsas, incluso frente a cifras a las que podemos acceder con un solo clic en el computador. En Estados Unidos y en otras partes del mundo, la percepción que tiene el público sobre el aumento de la tasa de criminalidad es inversamente proporcional a la realidad, donde la tasa está bajando. Lo mismo sucede con nuestras percepciones de los conflictos armados, que disminuyeron sensiblemente en las últimas décadas mientras que la mayoría de nosotros tiene la convicción de que vienen aumentando.
Así como el miedo a la oscuridad en las personas, las amenazas invisibles -terrorismo, ciberterrorismo, etc…- parecen tener un efecto mayor sobre la psiquis colectiva que los peligros visibles y palpables que parecen más fáciles de entender y controlar. Según Dominique Moïsi, la invasión del miedo en nuestra vida cotidiana es una particularidad de Occidente (en otras partes del mundo, la esperanza o la humillación son resortes emocionales más activos). Según el politólogo, este miedo, en Europa está relacionado con una crisis de identidad y en Estados Unidos con una creciente división de la nación y un cuestionamiento sobre su futuro: “Si los europeos se preguntan “¿quiénes somos?”, los norteamericanos se preguntan “¿qué hemos hecho para llegar hasta aquí? ”, lo que hace que “En ese proceso son llevados [los norteamericanos] a cuestionar el universalismo y la posición central de su propio modelo y de su propio sistema.”2 En resumidas cuentas Occidente, que desde hace siglos se acostumbró a ver al mundo girar alrededor suyo, debe acostumbrarse hoy a una nueva realidad que, por otra parte, él mismo contribuyó a crear. Este cuestionamiento sobre el presente y las incertidumbres que acarrea el futuro contribuyen notablemente con el sentimiento de inseguridad que acompaña a nuestras sociedades.
Pero el miedo quizás sea también un producto de lo que podríamos llamar “el efecto Tocqueville”. El gran sociólogo de las revoluciones norteamericana y francesa percibía la caída del Antiguo Régimen no tanto en el hecho de que las cosas hubieran empeorado sino en el hecho de que habían mejorado y que, por esa razón, hacían intolerables los residuos desagradables del pasado. Desde esa perspectiva, los sorprendentes progresos, especialmente en materia de paz y de seguridad que vive hoy el mundo industrializado hace que lo que queda de inseguridad se vuelva intolerable, dentro de los países privilegiados pero también en las demás naciones sobre cuyas dificultades y tragedias estamos informados gracias a los medios de comunicación modernos. En este sentido, la frase memorable de Franklin Roosevelt -pronunciada en un contexto muy distinto- resuena particularmente alto en la actualidad: “Lo único a lo que debemos temer es al miedo mismo, a un terror sin nombre, sin razón, injustificado, que paraliza los esfuerzos necesarios para transformar una retirada en un avance.”3
- Mesure pour mesure (I, IV). (Our doubts are traitors, And make us lose the good we oft might win By fearing to attempt).
- D. Moïsi, La Géopolitique de l’émotion, pág. 171.
- The only thing we have to fear is fear itself -, nameless, unreasoning, unjustified terror which paralyzes needed efforts to convert retreat into advance . Pronunciada en su discurso de investidura, 1932.