El nacionalismo es la ideología que ha propugnado a los Estados-nación como horizontes modernos de socialización para el desarrollo de la humanidad durante los siglos XIX y XX. La expansión de las potencias europeas alrededor del mundo en los últimos cinco siglos ha ido acompañada de la generalización del capitalismo como modelo de relaciones económicas, un modelo que ha combinado la obtención de recursos y mano de obra a bajo coste gracias al colonialismo, la revolución industrial y el desarrollo de las economías de escala. La ideología nacionalista se desarrolló en paralelo a la revolución industrial europea como respuesta a dos factores, en primer lugar frente a la concentración internacional de poder económico fruto de las propias reglas de juego del capitalismo industrial emergente, y en segundo lugar, como un instrumento de las burguesías nacionales para legitimar la abolición del absolutismo en Europa y la instauración de nuevos regímenes parlamentarios, ya fueran monárquicos o republicanos.
El objetivo del nacionalismo era conseguir la adhesión de las clases populares a los proyectos de desarrollo social de las nuevas élites burguesas en Europa, más tarde en América del Norte y del Sur, y durante el siglo XX, en África y Asia. Este imaginario contenía elementos como las libertades y derechos ciudadanos, el Estado como aparato administrativo moderno de servicio público, y el carácter original de cada pueblo o los elementos singulares de su paisaje y de su territorio. Todos estos elementos cautivaron la imaginación de poetas, filósofos y artistas y sirvieron para crear una consciencia colectiva de lo nacional mediante la generalización del sistema educativo y el ensalzamiento de tradiciones y valores considerados “nacionales”. El nacionalismo se convirtió así en la gasolina espiritual que garantizó la unidad y la fuerza de los Estados y que encendió el motor de la inteligencia colectiva de los pueblos, necesaria para que las naciones fueran competitivas en la nueva era industrial.
Pero debido a su carácter altamente inflamable, esta substancia ideológica prendió fuego en múltiples ocasiones, conduciendo a varias contiendas en Europa durante el propio siglo XIX y a las guerras mundiales del siglo XX, entre otros conflictos. El nacionalismo había estado fundamentando narrativas abiertamente belicistas como el imperialismo colonial o el racismo, y su combinación con el desarrollo industrial armamentístico, revelaron su lado más mortífero y esquizofrénico en conflictos que ocasionaron millones de víctimas. La doctrina de lo nacional mostró con ello sus enormes limitaciones como discurso conductor del desarrollo de la humanidad. Al final de la Segunda Guerra Mundial un humanismo internacionalista emergente se plasmó en la creación de la ONU, sucesora de la fracasada Sociedad de Naciones, pero su acción sucumbió al enfrentamiento ideológico de la Guerra Fría durante las décadas siguientes, y a la agenda neoliberal desde 1989 hasta la actualidad. Mientras, los Estados-nación han perdido protagonismo en beneficio de otros actores como las corporaciones transnacionales, las instituciones internacionales y la sociedad civil. El asalto definitivo al poder estatal llegó a partir de los años 1990 con las oleadas neoliberales de privatización de los servicios públicos en todo el mundo. El nacionalismo ha sobrevivido a todos estos acontecimientos no sin dificultades, pero ha perdido su razón de ser y es necesario transformarlo o remplazarlo por visiones que respondan mejor a las necesidades humanas contemporáneas (ver *identidad mundial)
La matriz comunitarista del discurso nacional establece una distinción insalvable entre seres humanos, de un lado los “nuestros” y del otro lado los “otros”, y con ello impide la posibilidad de aplicar allende las fronteras, otros valores más inclusivos como la justicia, la libertad y la solidaridad. El nacionalismo establece para los ciudadanos de la comunidad nacional, un sistema de derechos, y narrativas de liberación, de solidaridad, de bienestar y de desarrollo compartido. Estos beneficios son negados por principio a los extranjeros. Ante éstos, el Estado-nación ha ejercido históricamente la indiferencia, la ignorancia, la exclusión, la rivalidad, el enfrentamiento, e incluso la violencia y el genocidio. El sistema westfaliano de no injerencia en los asuntos internos, que es un mecanismo de equilibrio entre Estados-nación cuyo propósito es salvaguardar la paz global, está siendo substituido en algunas partes del mundo por la más inclusiva doctrina onusiana R2P (Responsabilidad de Proteger), de manera que ambos principios se desarrollan en paralelo alrededor del mundo en función de diversos intereses y equilibrios geopolíticos, sin responder en primer lugar a una protección altruista de las víctimas de los conflictos, tal como lo demuestran los casos de Libia y Mali por un lado y el de Siria por el otro. Todavía se está lejos de una obligación de asistencia mutua en caso de atentado a la seguridad humana que asocie a todos los países y a sus recursos económicos y humanos.
El modelo nacionalista de ordenación política del mundo está actualmente agotado. El nacionalismo tiene una presencia importante en muchos países, pero ha dejado de ser una fuerza motriz de progreso para convertirse casi siempre en un factor que entorpece el desarrollo de las necesidades humanas. Anclado en el mito decimonónico de la robustez de un puñado de Estados-nación, ya fuera en la versión de los imperialismos colonizadores occidentales o en la del romanticismo de las nuevas naciones libres de América Latina y Europa Central y Oriental que alcanzaban la modernidad, en la actualidad este pensamiento camina a contracorriente de los intereses ciudadanos y representa el discurso de los conglomerados de intereses público-privados que se forman alrededor de los Estados. Pero estos conglomerados no son totalmente autónomos sino cada vez más subsidiarios de los grandes entramados financieros e industriales multinacionales, y ya no responden a la defensa de los intereses económicos o culturales de los pueblos de los que formaban parte.
En ciertas regiones del mundo la no correspondencia generalizada entre etnicidad y Estado ofrece poco futuro a los nacionalismos estatales. En América Latina el mapa identitario se está enriqueciendo más allá de los Estados-nación mediante la descentralización y la aparición de soluciones plurinacionales que reflejan mejor la defensa de las culturas, los modos de vida y la diversidad económica, al tiempo que las integraciones regionales apuntan a la eventual emergencia de sistemas de solidaridad continentales. África podría seguir el mismo camino en el futuro, a condición de desarrollar también sistemas sólidos de resolución de conflictos en el interior de los Estados y de reparto de beneficios en su desarrollo. En Europa, en paralelo a una avanzada integración regional, algunos separatismos como los de Cataluña y Escocia intentan defender sus culturas de la marea globalizadora, pero para ello anteponen valores ciudadanos, pacíficos y democráticos. Son ejemplos que, junto con el de Quebec, pueden influenciar positivamente en la modificación de otros esfuerzos secesionistas de tipo étnico, violento o antidemocrático en otras partes del mundo. En Asia Oriental el perseverante discurso nacionalista de los Estados alimenta ocasionalmente roces territoriales, especialmente entre China y sus vecinos, y ralentiza con ello la integración regional en un escenario de Guerra Fría regional con Estados Unidos, sin que por otro lado sea previsible a corto plazo un escenario de conflicto armado.
Esta disparidad entre regiones no oculta sin embargo un repliegue generalizado del nacionalismo, aunque no es probable su futura desaparición a corto plazo como ideología que sostiene la presencia de los Estados-nación, ni mucho menos la extinción de éstos. Es más, la crisis económica puede reactivar y de hecho está reactivando permanentemente las fuerzas nacionalistas en lugares tan diversos y distantes como Estados Unidos, Japón, Europa del Sur, África Oriental o Asia Central.
El mundo actual necesita sin embargo que el nacionalismo se transforme en otra cosa o desaparezca. En primer lugar se precisa un periodo de transición en el que los Estados deben asumir su pérdida relativa de soberanía y participar junto con instituciones internacionales, sociedad civil, autoridades locales y otros actores, en la puesta en marcha de un nuevo sistema mundial compartido de toma de decisiones. En esta nueva arquitectura los Estados cosoberanos desarrollarían un mecanismo de obligación de atención mutua en caso de inobservancia de necesidades humanas como alimentación, seguridad ante la violencia, cobijo, educación, salud o libertades. La protección de la diversidad cultural estaría incluida. La promoción de las identidades no respondería a la exaltación de la rivalidad o al descrédito de lo alieno, sino a la celebración de la diferencia como uno de las características de lo que une a la especie humana, la “unidiversidad”. El primer paso puede consistir en “desnacionalizar” las identidades, disgregando el monopolio que los conglomerados público-privados de los Estados-nación ejercen sobre las sociedades especialmente en los ámbitos político, educativo, mediático y policiaco-militar.