Suele ocurrir que un gran conflicto, sobre todo cuando es de proporción continental o internacional, dé lugar a la esperanza de que desde los escombros de la guerra nacerá una paz duradera. Por lo general esa esperanza se traduce en dos tipos de reacciones: o bien se intenta modificar el orden de las cosas, o bien se trata de restablecer el antiguo orden. La paz de Westfalia es el ejemplo tipo de la primera reacción y el Congreso de Viena de la segunda. En el siglo XX, después de la Primera Guerra Mundial, luego al finalizar la Segunda y por último al terminar la Guerra Fría, la comunidad internacional se orientó resueltamente hacia la construcción de un orden nuevo. Pero ese deseo, ¿se correspondió alguna vez con un concepto preciso y una realidad?
La idea de un “nuevo orden mundial” se encarna por primera vez de la mano del presidente Woodrow Wilson después de la Primera Guerra Mundial. El mandatario, junto a otros personajes de la época, muestra una voluntad real de transformar la manera en que los Estados manejan sus relaciones unos con otros. De su visión surgen dos ideas: en primer lugar, una mejor cooperación internacional que seguiría los preceptos de un sistema de seguridad colectiva articulado en torno a un organismo previsto para tal efecto, la Sociedad de las Naciones; en segundo lugar, una fuente de legitimidad política, para los Estados, que no se basaría en su grado de potencia sino en la fuerza de su identidad nacional y el valor moral de los regímenes vigentes.
En resumen, este nuevo orden mundial definido según normas sería cooperativo e igualitario más que competitivo y jerárquico, y por lo tanto más proclive a garantizar la paz que los sistemas basados en las relaciones de fuerza. Ese nuevo orden mundial, evidentemente, se transformará en pesadilla y producirá exactamente lo contrario de lo que se buscaba, cuando la esperanza de una paz perpetua se ve borrada por una segunda conflagración global.
Después de 1945 Roosevelt y Stalin, cada uno por su lado, también desean restablecer un nuevo orden geopolítico, pero tanto para uno como para el otro se trata de proyectos que tienen poco en común con la visión normativa de Wilson. Además, el término de “nuevo orden mundial” se usa poco en esa época, como para evitar las comparaciones con los deseos quiméricos emitidos anteriormente por Wilson y sus partidarios. Durante ese período, la idea de un nuevo orden mundial quedará más asociada al libro del mismo nombre (1940) del escritor H. G. Wells que a las transformaciones geopolíticas que modifican el orden geoestratégico después de 1945. En realidad, un nuevo orden mundial aparece efectivamente después de la Segunda Guerra Mundial pero, a pesar del establecimiento de la ONU y del sistema de Bretton Woods, éste se caracteriza sobre todo por la omnipotencia de las dos superpotencias y por su confrontación ideológica, política y económica que consume al resto del planeta. El nuevo orden mundial, que esta vez lo es realmente y que, además, por el efecto perverso pero salvador de la amenaza nuclear va a garantizar cierta paz, no se corresponde en absoluto con la idea positiva que se había formulado en otros tiempos de un “nuevo orden mundial” condescendiente y de una paz duradera. El nuevo orden mundial de 1945 es profundamente malsano y la paz que garantiza es una paz por defecto -e imperfecta- cuya principal razón de ser es el terror que inspira la posibilidad de un cataclismo nuclear.
Antes del fin formal de la Guerra Fría en 1991, cuando nuevos cambios geopolíticos sacudirían pronto al planeta, el concepto de nuevo orden mundial reaparece allí donde nadie lo hubiera esperado: en el Kremlin. Mijaíl Gorbachov es quien, en primer lugar, relanza la idea en un discurso pronunciado el 7 de diciembre de 1988 ante la Asamblea de la ONU, durante el cual avanza algunas propuestas radicales cuya aplicación transformaría la competencia entre los dos bloques en un sistema mucho más homogéneo y cooperativo, dentro del cual la ONU habría jugado un papel mayor y las dos superpotencias se concertarían para solucionar los grandes problemas del momento. En un sentido, esa visión que denuncia el uso de la fuerza anuncia la globalización y la necesidad de institucionalizar la gobernanza de las interdependencias. Pero esa llamada es principalmente la constatación del abandono del sistema económico soviético que conduce a la necesidad, para la URSS, de adaptarse rápidamente para evitar ser devorada por su rival. El inesperado discurso de Gorbachov sorprende a todo el planeta y provoca la reacción de Washington a quien se le han adelantado en su propio terreno, puesto que la ponencia de Gorbachov está ideológicamente mucho más cerca del pensamiento wilsoniano que del de Lenin o Stalin.
Este giro del dirigente soviético tendrá como efecto provocar un gran desasosiego en la Unión Soviética y una desconfianza en los dirigentes norteamericanos. La respuesta -tardía- de George H. Bush, se traducirá finalmente en un torpe intento por retomar a cuenta suya la idea de un nuevo orden mundial. La versión Bush, desarrollada en gran parte por uno de sus asesores, Brent Scowcroft, contrariamente a la de Gorbachov no tiene nada de revolucionaria. Scowcroft, que sigue los pasos de Kissinger, es un adepto a la realpolitik y su concepción de un nuevo orden mundial está guiada principalmente por el deseo de ver la expresión de la potencia norteamericana dentro de un sistema ciertamente un poco más cooperativo, pero dentro del cual los Estados Unidos jugarían el papel de locomotora. Así pues, ese “nuevo orden mundial” nos proyecta hacia un universo más cercano al del Gran Proyecto de Sully y de Enrique IV que a los 14 puntos de Woodrow Wilson. Por último, el “nuevo orden mundial” de Bush y Scowcroft termina encerrándose mediocremente en una justificación de la política norteamericana en Medio Oriente y acaba por no decir gran cosa. Por lo demás, con Gorbachov evaporado del poder en 1991, el mundo asociará la idea de un nuevo orden mundial con la persona de Bush, tanto más cuanto que la propaganda estadounidense sobre el tema es bien organizada por la Casa Blanca.
Bill Clinton, que sucede a Bush a comienzos de 1993 abandona ese concepto, sin renunciar por ello a la idea de que una transformación profunda del orden instaurado es posible e inevitable. Pero aunque su visión de un nuevo orden mundial sea más amplia y generosa que la de su predecesor, sólo abarca la dimensión geoeconómica y no tiene para nada el vigor que había caracterizado al discurso de Gorbachov. Por otra parte, bajo el mandato de Clinton, los Estados Unidos proseguirán con la política de contención (containment) que sirvió de hilo conductor a toda su política exterior desde 1947/48 y que por ende simboliza más que cualquier otra cosa el orden antiguo.
Después de Clinton, el segundo Bush (elegido en el 2000) ratifica el proyecto neoconservador que, sin rodeos ni culpas, pretende instaurar abiertamente el unilateralismo autoritario de Estados Unidos, proyectando su hiperpotencia en el exterior, a comenzar por Medio Oriente. A partir de mediados de 2000, tras el fiasco de esa política, podría decirse que la idea de un nuevo orden mundial ha pasado a la historia y el término en sí mismo se ha corrompido por la visión de un planeta que muchos observadores consideran, con o sin razón, más cercano a un “nuevo desorden mundial” que a la bella armonía que por un momento se presintió con ocasión de la ola de optimismo que marcó el inicio de los ‘90.
La visión de un nuevo orden mundial, desde Wilson hasta Gorbachov y G. H. Bush, se basaba en la voluntad de instaurar nuevas reglas de juego. Pero ese deseo siempre estuvo circunscrito a los dirigentes de los países más poderosos. Ahora bien, la lógica de la política de potencia, a la que ni los Estados Unidos ni la Unión Soviética (luego Rusia) pudieron o quisieron sustraerse, iría finalmente en contra de un nuevo orden mundial capaz de debilitar la potencia y la influencia de dichos países. La visión radical de Gorbachov, que probablemente fuera sincera, le costó de algún modo su lugar, y la voluntad de Rusia de escapar al destino de una Unión Soviética despojada de su potencia mostró hasta qué punto sus dirigentes eran finalmente poco receptivos frente a la idea de construir un nuevo orden mundial. Antes, durante el período de entreguerras, los Estados Unidos se habían comportado de igual modo cuando el Congreso enterró el proyecto defendido con firmeza por su presidente (W. Wilson) en el final de su carrera.
En resumidas cuentas, si algún día hubiera un nuevo orden mundial, éste tendrá más posibilidades de llegar a término si es llevado adelante por las bases más que sostenido desde arriba. Y esa divergencia de perspectiva es la que, a fin de cuentas, separa la visión de arriba para un nuevo orden mundial, de la de abajo, para una nueva gobernanza mundial, ya que la noción de orden implica de cierto modo la autoridad, mientras que el concepto de gobernanza se basa más bien en la legitimidad y la participación.