OCCIDENTE

No abordaremos aquí el concepto mismo de “Occidente”, que es tema de muchos debates e interpretaciones, algunas de las cuales niegan incluso que la idea de Occidente misma corresponda históricamente a una realidad tangible. Nos contentaremos aquí con aprehender a Occidente partiendo de la figura política que reviste actualmente en la mentalidad general y que se confina esencialmente a Europa Occidental y Estados Unidos (a los que puede sumarse Canadá, Australia y Nueva Zelanda y de ser necesario -aunque ya se torna un tema sensible- todos o algunos de los países de Latinoamérica). Adoptaremos aquí una visión restringida.

Gracias a la hegemonía que por un momento ejerció sobre el resto del mundo, Occidente se encuentra hoy en día, por la fuerza de los acontecimientos, en el centro mismo de la gobernanza mundial. De hecho, las grandes ideas que hoy gobiernan al mundo nacieron de Europa, las reglas más comunes que rigen las relaciones entre Estados se establecieron en Europa, el derecho internacional encontró su primer punto de arraigo en Europa y las nociones fundamentales de los derechos humanos, la libertad, la democracia, el Estado de derecho o la seguridad colectiva provienen de Europa y Estados Unidos.

Pese a ello, estas múltiples contribuciones que pueden considerarse de manera más bien positiva no deben esconder el hecho de que también fue a partir de Europa que se propagaron las grandes ideologías genocidas de los dos últimos siglos, que Europa y Estados Unidos inventaron y alimentaron el sistema capitalista y todos los excesos y defectos que le conocemos, que Occidente se ha complacido mucho tiempo en políticas colonialistas e imperialistas (algunos dirían incluso que sigue haciéndolo) y que es en Occidente donde también nacieron la guerra total y los totalitarismos, el terror político y el terrorismo.

Aunque haya entre los occidentales una tendencia a trazar la grandeza de Occidente de manera lineal hasta el imperio romano y la antigua Grecia, la realidad ha sido diferente. Ya durante la Antigüedad se habían formado otros focos de civilización, en Medio Oriente por supuesto, y en China, pero también en India, Persia o América Central. En el hiatus occidental que aparece tras la caída de Roma y perdura por un milenio, China, Persia y el mundo árabe son los grandes centros culturales, políticos y económicos del espacio eurasiático (y de África del Norte) mientras que florecen otras civilizaciones en las zonas más o menos aisladas de África subsahariana y de América. Aunque algunos historiadores, como Carroll Quigley por ejemplo, sitúan el nacimiento de Occidente hacia el año 500 de nuestra era, sólo a fines del siglo XV, una vez que China renunciara brutalmente a sus grandes exploraciones, el Occidente cristiano sale de su larga penitencia. Y recién en los siglos XVII y XVIII, después de haber cambiado de fisionomía -su identidad ya no es cristiana-, dispone de todos los elementos para imponer su hegemonía sobre el resto del mundo y junto con ella, sus ideas y sus modos de gobernanza y producción. Por esa razón, y sobre todo si la comparamos con la influencia duradera que ejercen en un momento u otro China y Persia, la de Occidente tuvo una duración más o menos corta, tanto que ese capítulo de la historia tal vez esté pronto a concluir.

No obstante ello, para bien y para mal también, el mundo contemporáneo ha sido moldeado en muchos de sus aspectos por los occidentales y ya no es posible regresar el genio a la botella. Esta constatación, que algunos consideran intolerable, es la que nutre los profundos resentimientos que pueden sentir algunas poblaciones y que se expresa a través de la violencia fomentada por grupos radicales, especialmente en el mundo musulmán, fuertemente afectado por el hecho de que durante mucho tiempo fue uno de los motores del progreso humano. La confrontación entre los ideales a veces generosos transmitidos por Occidente y la realidad de las políticas (de los países occidentales) que van en contra de esos ideales es otra fuente de resentimiento para con los abanderados de la herencia occidental, empezando por los Estados Unidos. La importancia de este fenómeno salió a la luz del día a través de los atentados del 11 de septiembre de 2001 y, en el plano filosófico, a través del éxito que tuvieron las tesis de Samuel Huntington sobre la inminencia de un choque masivo entre civilizaciones y las de Francis Fukuyama sobre el advenimiento de Occidente, convertido con el final de la Guerra Fría en la encarnación máxima del devenir histórico de la humanidad.

Tras ese período muy breve (una década, de 1989 a 2001) de glorificación del modelo occidental, y en parte a causa de la reacción del gobierno estadounidense frente a los atentados de 2001, Occidente, que desde ese momento se resume en dos entidades principales fragmentadas y enfrentadas a múltiples problemas (Estados Unidos y Europa), parecen estar perdiendo velocidad, al menos a corto y mediano plazo, mientras que otras regiones y países muestran un dinamismo capaz de influir la dirección que tomará el mundo globalizado del siglo XXI.

Por el momento, sin embargo, los occidentales se aferran al volante, tal como lo muestra la revolución informática que, aunque tenga muchos puntos de relevo en el mundo, se cristalizó en Occidente, en este caso en California, melting pot sin igual donde convergen América, Europa, Asia y el subcontinente  indio. Si el repliegue, que todavía puede llegar a ser relativo, progresivo y posiblemente temporario, de Occidente -al menos de los países llamados “occidentales”- se confirma en las próximas décadas, la herencia que dejará será de todos modos duradera y pesada. No obstante, con las transformaciones que está conociendo el mundo en el siglo XXI, el statu quo no puede durar eternamente y habrá que inventar o reinventar nuevos modos de gobernanza. ¿Quién estará entonces a la altura de los acontecimientos? Por ahora, ninguno de los países emergentes -China, India, Corea (del Sur), Brasil- parecen estar en condiciones de tomar el relevo, ni ellos ni ninguna otra entidad “cultural” en sí.

Pero tal vez nos encontremos justamente en una fase de la historia donde deje de escribirse a partir de civilizaciones determinadas para conjugarse a través de una civilización universal en devenir, cuya característica sería precisamente la de despegar el concepto de civilización del de un área geográfica o cultural. La interdependencia que cada día va expandiéndose a nuevas zonas del planeta y los flujos comerciales, culturales y humanos que la acompañan van dando lugar a una nueva identidad del mundo. Donde había una fragmentación civilizacional asistiremos a una convergencia global que parece capaz, a largo plazo, de  volver caduca la noción misma de Occidente y crear modos de gobernanza acordes con la realidad emergente.