El orden llamado “de Westfalia” u “orden westfaliano” se refiere a las reglas de gobernanza internacionales establecidas en Europa en 1648 y que definieron la esencia de las relaciones internacionales a lo largo de varios siglos. Aunque el nacimiento del orden westfaliano es muy conocido, su “muerte”, a menudo anunciada, nunca totalmente pronunciada, es más complicada de delimitar en la medida en que las reglas de conducta pautadas en Westfalia en el siglo XVII han evolucionado con el tiempo, pero sin que haya un verdadero cuestionamiento de los principios básicos subyacentes a esas reglas. Para bien y para mal, es entonces en relación a ellas que debe definirse cualquier sistema de gobernanza internacional o global que pretenda cuestionar el orden actual. ¿Cuál es el origen del orden westfaliano? ¿Cuáles fueron su naturaleza y su esencia? ¿Qué persiste de ellas hoy en día?
El Orden Westfaliano fue el fruto de las negociaciones que pusieron fin a la terrible Guerra de los Treinta Años (1618 – 1648) y que tuvieron lugar en dos ciudades de Westfalia (Alemania): Münster y Osnabrück. La Guerra de los Treinta Años devastó a Europa, en particular a Alemania, y mezcló las fuertes tensiones religiosas que sacudían al continente desde el siglo anterior con una lucha de poder geopolítico que opuso al Imperio Habsburgo a los Estados modernos emergentes como Francia, Suecia, Dinamarca y Países Bajos (Provincias Unidas). Las negociaciones diplomáticas que duraron años mientras el conflicto se propagaba por el continente tenían en vista dos objetivos: poner término a la guerra y garantizar que no pudiera desatarse otro conflicto de esa índole. Al mismo tiempo, cada país deseaba salir del conflicto con la mayor ventaja posible, determinada por los resultados obtenidos en el transcurso de las numerosas batallas que fueron marcando el paso de la guerra.
El fracaso de los tratados de paz precedentes, especialmente la paz de Augsburgo (1555), brinda a los diplomáticos las bases y contraejemplos a partir de los cuales trabajar. El resultado no fue la realización de una paz perpetua sino el mantenimiento duradero de una estabilidad geopolítica a escala del continente, por lo menos hasta la Revolución Francesa que vino a trastocar todo el edificio. De 1648 a 1789, y a pesar de las sacudidas, el sistema instaurado en Westfalia resistió, aun cuando las guerras -limitadas claro está en comparación con la Guerra de los Treinta Años- fueron frecuentes. Con la restauración del Congreso de Viena en 1815, Talleyrand, Metternich y Castleragh instauran un nuevo sistema internacional basado en el orden westfaliano.
Pero el sistema westfaliano se apoya sobre la homogeneidad política de los Estados que forman parte del sistema y con el surgimiento de los nacionalismos y las ideologías de izquierda y de derecha que fueron arraigándose en la segunda mitad del siglo XIX, el sistema termina por desmoronarse en 1914. El período de entreguerras asiste a un intento, a través de la Sociedad de las Naciones y el pacto Kellogg-Briand, de instaurar un sistema de seguridad colectiva que se diferencie sensiblemente del régimen westfaliano. Pero ese sistema muerto al nacer vuela en pedazos desde el comienzo de los años ‘30. En 1945 Franklin Roosevelt impulsa la instauración de un régimen internacional menos ambicioso que el que buscaba la Sociedad de las Naciones (SDN) y más cercano finalmente al antiguo sistema. Es alrededor de la ONU que toma cuerpo ese nuevo orden mundial, pero las tensiones entre Estados Unidos y la Unión Soviética, así como también los desbarajustes estratégicos inducidos por el invento de la bomba atómica infunden a las nuevas relaciones internacionales un carácter resueltamente anti-westfaliano, con relaciones de fuerza condicionadas por la tensión entre las grandes potencias, en particular las dos dominantes: EEUU y la URSS. Después de 1991, algunos observadores vieron en el retroceso de Occidente el final definitivo del orden westfaliano, mientras que otros percibieron en cambio en esa ruptura una oportunidad para reconstruir un sistema multipolar más conforme al espíritu original del sistema erigido en Westfalia.
Los fundamentos del orden westfaliano resultan de una brillante síntesis de los principios de gobernanza desarrollados en Europa con el correr de los siglos. El principio del respeto de la soberanía nacional, verdadera base del sistema westfaliano, encuentra su lejano origen en la carta enviada por el Papa Gelasio I, el Duo sunt, al emperador Anastasio en el año 494, y su aplicación en el principio del Cujus regio, ejus regido -la religión del príncipe es la religión del pueblo-, principio establecido para impedir la interferencia de países extranjeros en los asuntos internos de un Estado, en ese caso en los asuntos relacionados, en un principio, con las tensiones religiosas entre católicos y protestantes.
El segundo fundamento del sistema westfaliano es el del equilibrio de las potencias. Este principio, derivado también de la relación entre el poder de la iglesia y el poder secular, se desarrolla con el surgimiento de los Estados modernos, que rechazan el modelo imperial (la “paz por el imperio” de Raymond Aron) y se convierte en 1648 en el primer modo de gestión de la potencia a escala europea. El equilibrio se basa sobre una ley: que ningún Estado pueda apropiarse una fuerza superior a la de todas las demás naciones reunidas. Ese equilibrio está en movimiento permanente, puesto que la potencia de los Estados y las relaciones de fuerza nunca son estáticas. ¿Cómo se mantiene el equilibrio? En primer lugar mediante la diplomacia -y la era “westfaliana” es también la edad de oro de los diplomáticos-, luego por la guerra, que se mantiene limitada en sus objetivos. Inglaterra es un país que juega un papel crucial en el mantenimiento del equilibrio, ya que hace peso para un lado o para el otro e interviene desde el exterior (del continente) para restablecer el equilibrio que la gran potencia continental del momento (Francia, luego Alemania) trata de modificar inevitablemente en su beneficio propio.
La paz westfaliana, además de estabilizar el tablero político europeo, instala los cimientos del derecho internacional. Hugo Grocio, autor de una síntesis del “Derecho de Gentes” desarrollado antes que él por juristas y teólogos españoles, puede considerarse como el padre fundador del derecho internacional. Los artífices de la paz de Westfalia (Grocio mismo es diplomático durante la guerra de los Treinta Años) se inspiran de su opus magnum, De Jure Belli Ac Pacis para codificar la práctica de la guerra y limitar su violencia y sus efectos.
Si el equilibrio tiene por razón de ser consolidar la estabilidad de Europa, el sistema westfaliano se fija un objetivo preciso: mantener el sistema geopolítico. En la práctica, esto equivale al mantenimiento del Statu Quo. No porque se apunte a fijar las relaciones de fuerza dentro del sistema sino porque los artífices de la paz westfaliana y sus herederos temen por sobre todas las cosas que una revolución, política o geopolítica, trastoque todo el edificio, a sabiendas de que la homogeneidad política de los elementos constitutivos del sistema, los Estados-nación, es la condición sine qua non para el éxito y la sustentabilidad de la empresa. Es la combinación entre una revolución política y una transformación radical de las relaciones de fuerza (exacerbada por Napoleón) que pondrá fin al sistema westfaliano después de 1789. Hasta ese momento el orden westfaliano habrá resistido tanto a la revolución inglesa como a la voluntad hegemónica de Luis XIV. Es por ello que la restauración de 1815 apuntará sobre todo a reconstituir, en vano, el modo de gobernanza del antiguo régimen. Pero sin la homogeneidad política que daba fuerza al primer orden westfaliano, el sistema preparado en Viena está condenado a fracasar tarde o temprano y se desvanece como un castillo de naipes en 1914.
El acta de defunción del sistema westfaliano es un tema interminable sobre el que los historiadores seguirán debatiendo por mucho tiempo. Se puede argumentar que después de su primera muerte en 1789, una segunda versión vivió o sobrevivió entre 1815 y 1914. A partir de allí, el debate queda abierto. Cierto es que el sistema se desmorona con el atentado de Sarajevo del 28 de junio (1914) y que la Revolución de 1917 le asesta un segundo golpe que le impedirá volver a levantarse. Al igual que en 1815, los artífices europeos de la desastrosa paz de Versalles intentarán reconstituir otro sistema westfaliano, sólo que como Europa se había tirado una bala en el pie, Washington –por intermedio de Woodrow Wilson, el presidente de Estados Unidos- hará todo para intentar reorganizar el orden mundial de otra manera. Después de 1945, el nuevo orden mundial impuesto por Roosevelt y Stalin será dominado sobre todo por la intensa rivalidad entre las dos potencias y la amenaza de un cataclismo nuclear.
A pesar de todo, tanto si el orden westfaliano murió en 1789 como si consideramos que lo hizo en 1914, el nuevo orden mundial que surge después de 1918, y sobre todo después de 1945, es decididamente anti-westfaliano en sus intenciones y sus fundamentos. En su primera versión (1648-1789) e incluso en la segunda (1815-1914), el orden westfaliano era marcadamente eurocentrista y políticamente homogéneo, sobre todo antes de 1789. Pero con el siglo XX se termina la hegemonía de Europa y se pone en marcha la globalización. El período de entreguerras de 1918-1939 muestra la tensión entre quienes desean “westfalizar” el tablero, quienes quieren imponer un sistema de seguridad colectiva (la SDN) y quienes buscan destruir el frágil orden mundial. Más tarde, de 1945 a 1991, el escenario político internacional que nace de los escombros de la guerra es profundamente heterogéneo y anti statu quo, ya que cada uno de los campos trata de imponer su hegemonía ideológica sobre el resto del mundo, pero a pesar de ello estable por el doble efecto de la bipolaridad y de la amenaza nuclear.
Cierto es que algunos aspectos -significativos- del sistema westfaliano perduran durante este período, ese “corto siglo XX”, según la expresión del historiador Eric Hobsbawm. El Estado-nación sigue siendo el elemento de base del sistema, el respeto de la soberanía nacional -si no siempre en la práctica al menos en la teoría (contraejemplos de Guatemala, Irán, Congo, Chile o acontecimientos de Budapest y Praga)- es uno de sus fundamentos y el equilibrio de las potencias es su mecanismo predilecto para manejar las relaciones de fuerza. Tras el derrumbe de la URSS, que impone el fin del sistema bipolar y elimina prácticamente la amenaza de una guerra nuclear (sin atenuar por ello los riesgos ligados a la proliferación nuclear), los contornos de un nuevo orden westfaliano parecen entonces dibujarse en el horizonte con el regreso de la multipolaridad de las potencias.
Pero ni la multipolaridad ni la omnipresencia del Estado-nación significan que un sistema digno de ese nombre se haya instaurado. La multipolaridad, que resulta del surgimiento o resurgimiento de China, India y Brasil, no equivale a una política de equilibrio planetario. Lejos de ello, en la actualidad nada indica que los doscientos Estados que tiene el planeta estén a favor de una política de ese tipo o deseen participar activamente en ello. Por su parte, el Estado-nación muestra cada día más su incapacidad para responder a los desafíos que plantea la globalización o a los que resultan del deterioro del medioambiente. Por otro lado, a pesar de la progresión de la democracia (liberal) en el mundo, éste no es por ello homogéneo: China y Rusia, por no citar más que dos ejemplos, todavía no se han plegado a la poliarquía. Por último, hasta el venerable principio del respeto de la soberanía nacional, que ocupa un buen lugar en la Carta de la Naciones Unidas, viene recibiendo desde hace unos años ataques cada vez más fuertes de los defensores de un “deber de injerencia” (o “responsabilidad de proteger”) desde el momento en que un régimen político ataca a su propio pueblo o a una comunidad particular.
Históricamente el orden internacional avanza a tumbos ya que cada revolución, cada conflicto de alcance global transforma los grandes esquemas geopolíticos y geoestratégicos. Al mismo tiempo, cada gran transformación que tiene lugar no hace tabla rasa con el pasado, sino que cada nuevo “sistema” incluye la herencia de los regímenes de gobernanza precedentes. Hoy en día, si bien el nuevo orden mundial que surge a duras penas de la globalización tiene en sus genes, para bien y para mal, las huellas de un sistema de gobernanza internacional concebido para garantizar la estabilidad a Europa y al Antiguo Régimen, guarda una lejana relación con el orden de 1648. Sin embargo, aunque el contexto geopolítico del siglo XXI es muy diferente al del XVII, no estaría de más recorrer y analizar la historia de la paz de Westfalia, ya que los artífices del orden de igual nombre que de allí resultó lograron -a pesar de las inmensas dificultades ligadas a la Guerra de los Treinta Años- garantizar cierta estabilidad a Europa, estabilidad que no fue ajena al pensamiento del Iluminismo o al surgimiento de las libertades civiles como condición primera para una buena gobernanza.
En la actualidad, como en el siglo XVII, se hace necesaria una reformulación de la gobernanza global y es absolutamente imperativo que el nuevo orden que inevitablemente aparecerá en las próximas décadas se conciba también con inteligencia y desde una perspectiva a largo plazo. También es importante que esa nueva arquitectura de la gobernanza mundial no esté demasiado limitada por el conservadurismo rígido que finalmente condenó al sistema westfaliano al fracaso.