El pasaporte es el documento que permite a un individuo viajar fuera de su país o de un país hacia otro. Emitido por el país de nacionalidad del ciudadano, el pasaporte permite en principio salir de las fronteras de su país, en caso de ser necesario con una visa de entrada a otro. En ese sentido, es el primer garante de la libertad de circular de un individuo. Fuera del caso reciente del espacio Schengen en Europa y del espacio de algunos países sudamericanos, donde los documentos de identidad nacionales son suficientes para atravesar las fronteras de los países que han firmado los Acuerdos, el pasaporte es indispensable para quien desea desplazarse internacionalmente. Símbolo de libertad, el pasaporte es también un instrumento que los Estados no dudan en manipular para afirmar su autoridad sobre los ciudadanos, hasta el punto de aplastarlos. Las dictaduras y los regímenes totalitarios se han servido muy a menudo de esa autoridad para ahogar a sus poblaciones y, sobre todo, a sus opositores políticos.
En el siglo XX, para tratar de responder a los problemas prácticos, políticos y éticos que plantea el monopolio estatal de la emisión de pasaportes, se implementaron dos iniciativas. La primera, impulsada por la Sociedad de las Naciones a principios de los años ’20, fue una respuesta a un problema espinoso: el de los rusos que se encontraban fuera de la Unión Soviética, dado que el régimen se negaba a reconocer sus pasaportes rusos y darles un (nuevo) pasaporte soviético. La segunda iniciativa, la del norteamericano Garry Davis después de la Segunda Guerra Mundial, estaba más impulsada por consideraciones ideológicas o al menos éticas, puesto que Davis reaccionaba frente a los horrores de la guerra lanzando un movimiento por una “ciudadanía mundial”, simbolizada por la creación de un “Pasaporte Mundial” que su creador, quien renunció a su ciudadanía estadounidense, fue el primero en tener en 1948. Dicho movimiento perdura en el siglo XXI.
El 15 de diciembre de 1921 el régimen bolchevique decreta “la privación de la nacionalidad a algunas categorías de personas residentes en el extranjero”. La Sociedad de las Naciones, a través de su reciente Alto Comisariado para los Refugiados, cuya presidencia es confiada al famoso explorador noruego Fridtjof Nansen, crea el Pasaporte Nansen el 5 de julio de 1922. Unos cuarenta países, de los cincuenta que por ese entonces tenía el mundo, reconocen oficialmente el documento. La envergadura del acontecimiento es grande, y Nansen es más tarde recompensado con el Premio Nobel de la Paz. Después de los rusos son los armenios quienes beneficiarán también de ese pasaporte, cuyo estatuto definitivo recién es adoptado en 1933. Al poner como condición para la obtención del Pasaporte Nansen la pérdida de la nacionalidad, la SDN pretende legitimar el documento, pero esa condición es vivida con dificultad por muchos refugiados que dudan en pedir el pasaporte. Sea como fuere, cientos de miles de personas viajarán finalmente portando solamente el Pasaporte Nansen.
Más allá del precedente jurídico generado por la creación del pasaporte, éste simboliza también la legitimidad internacional de una institución como la SDN, que logra instaurar el primer pasaporte no estatal reconocido por una mayoría de los Estados del mundo. Después de la Segunda Guerra Mundial se adoptan otros acuerdos en relación de los refugiados y el Pasaporte Nansen va desapareciendo. Ese momento coincide con la iniciativa de Garry Davis quien crea el Pasaporte Mundial, heredero en el plano simbólico del Pasaporte Nansen. Pero a diferencia de este último, el Pasaporte Mundial es la creación de un individuo aislado cuya ausencia de legitimidad va a limitar el alcance de la iniciativa. Así pues, desde un punto de vista práctico, el Pasaporte Mundial sólo es reconocido o más bien aceptado por unos pocos países en el mundo, y los portadores de ese único documento son más bien aventureros o idealistas que lo adoptaron por elección más que por necesidad. A pesar de todo, Garry Davis no deja por ello de ser un pionero valiente y tenaz, cuya visión de una ciudadanía mundial es quizás anunciadora de una realidad que, tal vez, no sea tan lejana.
El problema para que un pasaporte mundial sea efectivo es que depende de las políticas migratorias de los estados y éstos son precisamente los que imponen las fronteras, las puertas que frenan el paso. En todo caso la idea es buena porque permite develar las restricciones a la mobilidad humana que imponen los estados.