La “paz perpetua” es hija del Iluminismo. Antes de que el siglo XVIII brindara una visión diferente, la paz, considerada desde tiempos inmemoriales como una “tregua entre dos conflictos”, no podía ser pensada en modo alguno como “perpetua”. En todos los casos no en el mundo temporal. La naturaleza misma de las relaciones internacionales, donde se incluía el uso de la fuerza como una herramienta usual de estabilización geopolítica -y así siguió siendo hasta el siglo XX- era profundamente contraria al establecimiento de una paz permanente. Por otra parte, para muchos pensadores a través de los tiempos, la naturaleza propia del hombre hacía de éste un ser profundamente belicoso, lo que tornaba altamente improbable la posibilidad histórica de una paz perpetua.
El siglo XVIII ve las cosas de una manera diferente. En primer lugar, el hombre es perfectible y, sobre todo, está dotado de razón. Ahora bien, la guerra y sus horrores desafían a la razón del hombre que aspira sobre todo a vivir libre y tranquilo. Luego, la historia es percibida por los filósofos del Siglo de las Luces, al menos por algunos de entre ellos, como una progresión hacia un último estado de paz y prosperidad donde el ser humano puede acceder finalmente a su plenitud, realizando todo su potencial. Por último, la reforma de la organización política de las sociedades debe, siempre según estos filósofos, desembocar en regímenes representativos de los pueblos -que suplanten a los soberanos orgullosos y embaucadores- y que, en consecuencia, tiendan a buscar la paz más que la guerra.
La visión de una paz perpetua tal como la perciben sus mejores defensores, que son el Abate de Saint-Pierre, Jean-Jacques Rousseau e Immanuel Kant, deriva en un principio de una secularización de la visión cristiana de la humanidad, cuyo ideal se articula en torno al acceso, en el otro mundo, al Paraíso. En la Tierra, dicho ideal sólo se alcanza al cabo de una historia agitada cuya culminación sigue a la redención de la especie. En su versión laica, la paz perpetua es la vertiente histórica y política de esa visión de la que San Agustín es el primero en unir las dimensiones espirituales y temporales, planteando firmemente las condiciones filosóficas de una historia lineal (más que cíclica) que tendría un principio y un fin.
El proyecto de paz perpetua en Europa (1712-1729) del Abate de Saint-Pierre es el texto original que inicia el largo debate sobre la paz perpetua, que de algún modo se cierra con Immanuel Kant a comienzos del siglo XIX. Pero allí donde Castel de Saint-Pierre preconiza la implementación de un sistema de “arbitraje permanente” en Europa que garantizaría la paz en el continente, Kant percibe la paz perpetua como una culminación histórica y universal que asistiría al desarrollo y establecimiento planetario de regímenes republicanos (hoy diríamos democráticos) que, por su naturaleza, son totalmente refractarios a la idea de entrar en guerra unos contra otros. Inspirado por la crítica de Rousseau sobre los textos de Castel de Saint- Pierre, Kant parte de la filosofía de la historia que desarrolla en su Idea de una historia universal para plantear las bases de su propia visión de la paz perpetua (Sobre la paz perpetua, 1796). Kant ve allí la historia marcada por una sucesión de conflictos que, por el horror creciente que inspiran a los hombres, terminan produciendo los cambios sistémicos que asegurarán luego la paz permanente.
Ahora bien, en relación a los monstruosos conflictos que van a traumatizar a Europa y al mundo en el siglo XX -sin hablar de las guerras napoleónicas que se desatan en el mismo momento en que Kant redacta su tratado-, y que van a generar la reconstrucción europea después de 1945, no podemos permanecer insensibles a la proyección del filósofo prusiano. Sin embargo, aunque la visión kantiana de una paz republicana se cumplió de algún modo en Europa, todavía es demasiado pronto para decir si es perpetua y sería presuntuoso atreverse a decir que podría ser universal.
Por lo demás, la visión de una paz perpetua sigue siendo una bella idea y tuvo el gran mérito de invertir completamente la manera en que se aborda la relación entre la paz y la guerra. De una visión de la paz en negativo de la guerra se pasó a una visión de la paz como el ideal del género humano y a una actitud frente a la guerra que la considera como una falla de la política y ya no como su continuación lógica. Así pues, la función de lo político ya no sería la de garantizar una paz ventajosa para su país -objetivo que por lo general se consigue a través de la guerra- sino plegarse a la voluntad de los pueblos que, por su parte, desean una paz sólida y duradera, en una palabra: perpetua. Para los filósofos del siglo XVIII y sus herederos, la idea de una paz perpetua constituyó de alguna manera la realización máxima de la buena gobernanza a escala planetaria, pero sin que ésta requiera necesariamente el establecimiento de una “gobernanza mundial”. No obstante ello, uno de las cuestiones que plantea Jean-Jacques Rousseau a propósito de la paz perpetua es la siguiente: “No hay guerra entre los hombres: sólo hay guerra entre los Estados” (¿Qué estado de guerra nace del estado social?). Ahora bien, en la actualidad, el Estado, precisamente, es el que está en el centro de nuestros interrogantes sobre el futuro de la gobernanza mundial.