La política “realista” o Realpolitik – el término aparece en Alemania en el siglo XIX – predica una práctica de la política centrada en el entendimiento de las relaciones de fuerzas y la prosecución del interés nacional. El autor indio Kautilya lo resume de este modo en su Arthasastra (siglo I): “Cuando uno es inferior al enemigo debe hacer la paz. Cuando uno es poderoso hay que hacer la guerra. Si estimamos que el enemigo no puede perjudicarnos mejor es quedarse quieto” (Libro VII). El concepto es por lo tanto cercano al de la política de potencia (power politics). Se opone al de la política denominada “idealista”, es decir movida por ideales más que por objetivos políticos, y al enfoque universalista de la política exterior practicada por los Estados Unidos en diversos períodos de su historia o por la difunta Unión Soviética. En el transcurso de los dos últimos siglos, la realpolitik tuvo a sus máximos exponentes en figuras como Bismarck y Clémenceau, Theodore Roosevelt y, más recientemente, el tándem Nixon/Kissinger.
Aunque el término en sí mismo sea relativamente nuevo, su práctica y su conceptualización son antiguas. El Arthasastra y la Historia de la Guerra del Peloponeso de Tucídides ya ofrecen sus parámetros desde la Antigüedad y los chinos y los persas no se quedaron atrás en este campo. Más cercanos en el tiempo, Nicolás Maquiavelo y Richelieu representan de algún modo a los padres fundadores de un pensamiento y de una práctica que irán moldeando las relaciones internacionales europeas y mundiales hasta nuestros días. Gran aplicador práctico, Richelieu también es uno de sus mentores ideológicos con su Testamento Político.
El surgimiento del Estado moderno en el siglo XVII, el pensamiento racionalista del Siglo de las Luces en el XVIII y el alejamiento de la iglesia de los asuntos políticos contribuirán a hacer de la realpolitik el instrumento de base de la política internacional europea. La complejidad de las relaciones interestatales y la omnipresencia de los cuerpos diplomáticos también contribuirán a afinar la práctica del realismo en la política intercontinental. El establecimiento de un sistema de equilibrio de las potencias desde el siglo XVII en Europa, que perdura hasta 1914, se define a través de los parámetros de la realpolitik.
En sus principios, la realpolitik plantea algunas condiciones: el Estado es la entidad de base del sistema y actúa de manera racional, es decir que trata de aumentar su potencia sin por ello tomar el riesgo de autodestruirse ni de destruir el sistema de gobernanza interestatal (por ejemplo, el equilibrio de las potencias); la realpolitik es amoral: las consideraciones estatales, religiosas o espirituales son rechazadas a favor del concepto del “interés nacional” que gobierna las relaciones entre los Estados. En el mismo orden de ideas, las pasiones -deseo de revancha, resentimiento, etc.- quedan, al menos en teoría, totalmente alejadas de las decisiones políticas. Aunque no todos los fines justifican los medios, el margen de maniobra es grande y el uso de la fuerza, la amenaza, la astucia, la persuasión y la coerción forman parte de la caja de herramientas del perfecto realpolítico, que no duda en usar su potencia -al menos la del aparato del Estado que defiende sus intereses- para obligar a los más débiles a contraer alianzas con su gobierno. Como la riqueza es indispensable para la fuerza y la potencia, las consideraciones económicas ocupan un buen lugar dentro de la realpolitik y las políticas económicas se definen de modo tal que sirvan a los intereses del Estado en el exterior. Las ideologías de toda índole, incluidas las ideologías nacionalistas, son por lo general antinómicas a la práctica de la realpolitik, ya que esta última no proclama ninguna superioridad -política, étnica o cultural- que no sea la de su potencia.
En la práctica, sin embargo, la implementación de una política realista no depende solamente de la voluntad de sus gobernantes, pues sólo puede pensarse en ella dentro de un entorno geopolítico favorable. Un entorno de esa naturaleza es más bien homogéneo políticamente -sus regímenes políticos son similares- y favorece el statu quo, sin que ningún país busque, por ejemplo, conquistar a todos los demás. La realpolitik es por lo tanto generalmente refractaria al imperialismo, salvo cuando las conquistas territoriales se hacen por fuera del sistema (colonialismo francés y británico en los siglos XIX/XX por ejemplo). Cuando Richard Nixon y Henry Kissinger intentan, en los años ’70, implementar una realpolitik a la Richelieu o a la Bismarck, ésta aparece como totalmente desfasada en un contexto de tensión ideológica donde los derechos humanos empiezan a tener peso para la opinión pública. Más allá de algunos éxitos aislados, como el acercamiento con China, la realpolitik de Kissinger conduce al fracaso, tal como lo ilustra el fiasco chileno (apoyo al Golpe de Estado de 1973), donde las consideraciones ideológicas jugaron de todos modos un papel preponderante.
La caída de la Unión Soviética en 1991 parece marcar la revancha de los partidarios de la realpolitik. Pero aunque la guerra ideológica entre liberales y comunistas haya terminado, el nuevo contexto geoestratégico que se perfila en el horizonte no le resulta necesariamente favorable. Los efectos de la mundialización y de la interdependencia económica hacen que el Estado ya no sea totalmente dueño de los acontecimientos. La amenaza al medioambiente y el crecimiento de las desigualdades hacen que el interés general del planeta pase a ser prioritario ante los intereses nacionales de los Estados individuales. Además, otros actores -desde las multinacionales hasta las redes sociales- juegan un papel creciente en las relaciones internacionales o, más exactamente, globales. La importancia de los derechos humanos para la opinión pública internacional ha crecido de tal forma que se hace difícil no considerarlos dentro de la ecuación geopolítica.
Sin embargo, las transformaciones que sufrió el mundo desde 1991 y las nuevas amenazas a la estabilidad global también dejan pensar en el surgimiento de una nueva realpolitik que se conjugaría ya no a través del interés nacional sino al servicio del interés global de la humanidad y donde se implementaría todo lo necesario para salvar al planeta de las amenazas que lo acechan. Esa realpolitik cooperativa más que competitiva parece no obstante muy lejana a la realidad por el momento, y los Estados siguen privilegiando su interés nacional en detrimento del interés general de la humanidad, mientras las pasiones parecen tener un lugar cada vez más importante en el siglo XXI. En resumidas cuentas, para bien y para mal, ni la realpolitik clásica ni una realpolitik renovada parecen estar a la orden del día.