¿Último avatar de la revolución de la información? ¿Nuevo horizonte para nuestros espacios de socialización y para la acción política? ¿Resurgimiento de una forma de organización existente desde los albores de la humanidad? ¿Cómo saberlo? El hecho es que las redes sociales han explotado mundialmente gracias al formidable salto impulsado por la generalización de internet y de las tecnologías de la información. Su popularidad, tanto en la vida individual como en la esfera de las organizaciones sociales, refleja evoluciones profundas en las prácticas de la comunicación, en las relaciones sociales y en los modos de organización colectiva. Aunque evitemos idealizar la potencia que ha cobrado dicho fenómeno y nos forcemos a una lectura crítica de su alcance real, podemos ya destacar su poderoso potencial emancipador, más propicio a proyectarnos hacia el “siglo de diversidad de las redes” evocado por el físico Fritjof Capra a mediados de los años ’90, que hacia un escenario totalitario como el que describía Georges Orwell en su novela 1984 – aun cuando el segundo dista mucho de estar exento de los excesos autoritarios y policiales que el segundo planteaba-.
Según la Unión Internacional de Telecomunicaciones, casi un cuarto de la población mundial ingresó a la primera década del siglo XXI dentro del universo de las redes sociales en internet. La popularidad de estas redes se ve ampliamente estimulada por el desarrollo gigantesco de la telefonía móvil -cerca de 7.000 millones de abonados en 2014-, que seguirán multiplicando cada vez más las puertas de acceso hacia los medios de comunicación sociales. En sólo diez años, el acceso masivo a las tecnologías de la información dio lugar a una constelación de unas treinta redes sociales de público masivo que gravitan alrededor de distintas temáticas, funcionalidades y preferencias geoculturales. Facebook, por ejemplo, ocupa el primer puesto en no menos de 127 países, mientras que Orkut en Brasil, V Kontakte en Rusia, QZone y Weibo en China, que siguen siendo allí los más populares, suman entre ellos cuatro más de mil millones de usuarios. En realidad, globalmente es en los países emergentes donde la participación en las redes sociales en internet aparece con mayor fuerza: entre el 80% y el 100% de los internautas latinoamericanos, chinos, rusos e indios están conectados a diferentes plataformas de networking social. Esto ilustra en parte de qué manera la apropiación de las redes sociales está ligada al dinamismo del capital social y cultural de sus adeptos, más que a su rango social o económico -aun cuando allí también las desigualdades sociales afectan ampliamente la distribución de los “recursos relacionales” de los que cada uno dispone-. En las situaciones de crisis socioeconómica se constata por otra parte una gran inversión, en tiempo y a veces en dinero, en el acceso y uso de las relaciones en la esfera digital.
Pero más allá de la propagación galopante de las herramientas tecnológicas y de esas nuevas sociabilidades en red, hay que tratar de entender su contribución en la evolución de las relaciones sociales y de las transformaciones del mundo, en un momento en que la tecnología se integró al conjunto de la vida económica y social y a las relaciones de fuerza que la rigen. Después de todo, el prodigioso ascenso de la conectividad global ha acortado aún más la distancia entre los modos de comunicación y la evolución de los marcos de identidad, de comprensión del mundo, de construcción del poder y de la acción colectiva en general. Para construir una nueva gobernanza mundial, es evidente que esta situación de interdependencia en el campo de la información y la comunicación exige nuevos referenciales éticos y nuevas regulaciones. Esto es lo que había llevado al ciberactivista estadounidense John Perry Barlow, ya desde comienzos de la aventura de internet en 1996, a lanzar un primer borrador de una Declaración de independencia del ciberespacio, cuyos términos ya resaltaban los vínculos entre poder, desarrollo de las ciencias y de la industria, derecho y ética individuales y colectivos.
Ahora bien, en la actualidad vemos claramente de qué manera, aunque la estructura transnacional y descentralizada de las redes de internet dé lugar a mecanismos de autorregulación, su desfase en relación a la realidad westfaliana del mundo puede dejar la puerta abierta a estrategias nacionales de control, de monopolización o de instrumentalización con fines políticos o económicos particulares. El sociólogo Manuel Castells resume claramente lo que está en juego cuando recuerda que “la era de la información y las nuevas tecnologías, al igual que cualquier transformación social, no determina una sola y única dirección para la historia humana. Pero cambia tan profundamente las reglas de juego que nos toca aprender colectivamente a vivir en esta nueva realidad y conseguir no quedar sometidos individualmente al control de una minoría que tiene las riendas de las fuentes del saber y de este nuevo poder”. Tal como lo afirmaron la Cumbre de la información de Ginebra en 2003 y el Grupo de trabajo sobre la gobernanza de internet, las redes sociales e internet ya se incluyen dentro de la familia de los bienes y de los “recursos públicos mundiales”. Pero está claro que recién está empezando la batalla por lograr que, efectivamente, las redes digitales se basen en relaciones de fuerza equilibradas y obedezcan a regímenes de gobernanza aptos para combinar nuevas referencias éticas individuales y colectivas, el respeto y la producción de los derechos -de los cuales muchos aún quedan por definir dentro del campo digital-, los principios de transparencia, de democracia y de justicia social.
Precisamente en torno al poder social, a la capacidad de acción ciudadana y de inteligencia colectiva se sitúa el aporte significativo (¡pero hasta qué punto frágil y equívoco!) de las redes sociales. Éstas ya contribuyen significativamente a ampliar los modos de gestión y de deliberación colectiva en campos tan diversos como la acción humanitaria y sanitaria, la paz y la seguridad, la ciudadanía local, la comunicación y la educación. El surgimiento de una sociedad en red, en estos diferentes ámbitos, está estimulando nuevas formas de relaciones horizontales, más o menos articuladas a nivel global, sin imitar necesariamente los contornos de las estructuras sociales existentes. En los nuevos movimientos populares nacidos a partir de 2008 en los países occidentales y en el mundo árabe hemos visto de qué manera las redes sociales contribuyeron a amplificar el sentimiento de indignación y los llamados a la movilización. Permitieron que los ciudadanos se liberaran de la mediación de las estructuras políticas tradicionales y pudieran identificar objetivos en común, superar el sentimiento de miedo, construir formas de solidaridad y organizar acciones políticas como prolongación concreta de los vínculos establecidos en el escenario virtual. Este modo de comunicación por capilaridad, instantáneo y horizontal, se expresó también a escala mundial con ocasión de múltiples campañas presidenciales, en las movilizaciones ciudadanas en torno a la Cumbre de la Tierra de Río+20 y en todo tipo de campañas internacionales.
Pero los factores de éxito de las redes también son los que hacen relucir el reverso de la medalla. Si no se materializan en movilizaciones y dinámicas reales, las redes sociales no pasan a menudo de afinidades coyunturales y les cuesta establecer vínculos consistentes y duraderos entre sus miembros. Los contenidos que allí circulan están por lo general teñidos de frivolidad, de segmentación de la información, obsesión por la inmediatez y ausencia de rigor, elementos que no juegan a favor de la comprensión profunda y elaborada de un mundo complejo. Su tendencia a amplificar la atomización individual, el exhibicionismo, el discurso sobre sí mismo y hasta a crear nuevas formas de aislamiento -el 40% de los adeptos a las redes sociales pasan más tiempo en relaciones virtualizadas que en sociabilidades reales- convive con una nueva “colonización” de los espacios digitales por parte de las potencias mercantiles e informativas. De hecho, muchas redes de alerta y de activismo digital señalan el crecimiento del poder de los lobbies para controlar cada vez más los flujos digitales, sus marcos jurídicos nacionales y los mecanismos de exclusión en las redes.
Entonces, ¿qué tipo de futuro se perfila para las jóvenes redes sociales, ya muy alejadas del clima de neutralidad y de casi inadvertencia del Estado y de los poderes económicos que reinaba en la época en que se inventó internet? Ahora que el camino de su generalización ya está ampliamente despejado, ¿pueden contribuir a crear las condiciones para una nueva ágora mundial y para una inteligencia colectiva global, tal como lo enuncian diferentes movimientos de commoning y de cultura digital? Para conseguirlo, además de su aptitud relacional, tendrán que ser capaces de inventar nuevas modalidades de síntesis, de interoperabilidad y de admisión de los contenidos de los que son portadoras. En este sentido, están apareciendo nuevas herramientas y nuevas culturas digitales. También será necesario construir contrapoderes y movilizaciones transnacionales ciudadanas para interpelar a los parlamentos nacionales, a los gobiernos y a las agencias internacionales como la Unión Internacional de Telecomunicaciones, la OMC y los distintos órganos de estandarización de internet. Estas movilizaciones deben constituir redes de alerta, de análisis y de reivindicaciones para promover un uso responsable y socialmente controlado de las redes y de las herramientas de la era digital.