El concepto de gobernanza trata de definir la manera en que los seres humanos se organizan en sociedad. Tal es el tema de la filosofía y de la teoría política. Pero ¿cómo se organizan las sociedades entre sí? Durante mucho tiempo, antes de que se instalara el término de la gobernanza mundial a comienzos del siglo XXI, este tema quedó confinado casi exclusivamente al ámbito de lo que se llamaba y se sigue llamando las “relaciones internacionales”. Comparada con la filosofía política clásica, la atención que se prestaba a estas cuestiones era, hasta hace poco tiempo, extremadamente limitada. Los pocos pensadores que se ocuparon de ellas eligieron más bien la descripción analítica, más que la prescripción normativa. Maquiavelo, a quien podemos considerar como el fundador del pensamiento moderno sobre las relaciones internacionales se interesó primero en comprender el fenómeno desde el punto de vista del Príncipe y en un contexto dominado por las relaciones de fuerza clásicas. Hugo Grocio fue el primero, junto con los grandes juristas españoles de quienes se inspiró, en brindar un esquema normativo de las relaciones entre Estados, aunque sólo se haya utilizado en forma casi exclusiva su hoja de ruta para la elaboración de un sistema de derecho internacional. Es en el siglo XX que las relaciones internacionales se convirtieron por primera vez en objeto de estudios académicos serios que despertaron por cierto feroces rivalidades entre las distintas escuelas y corrientes.
En los hechos, las relaciones internacionales no designan las relaciones entre naciones sino las relaciones entre los Estados, es decir entre los gobiernos y los altos dirigentes políticos, durante mucho tiempo los monarcas, y no entre los pueblos. Asociado al campo de las relaciones internacionales, el derecho internacional, el antiguo “derecho de gentes” (jus gentium), puede generar la ilusión (por su carácter formal) de que las relaciones entre los Estados funcionan de una manera similar a las que gobiernan a las sociedades. Pero no es para nada así: el derecho internacional no es más que la sumatoria de los tratados que los Estados han contraído unos con otros y, por ende, no equivale para nada a una versión global de los sistemas de derecho nacionales.
Pues la característica principal de lo que podríamos llamar por razones prácticas -aunque en un sentido incorrecto- la “sociedad internacional” es que ésta está completamente desprovista de un sistema de estado de derecho, primer atributo básico de cualquier sociedad digna de ese nombre. La sociedad internacional no dispone de cuerpo ejecutivo ni de cuerpo legislativo y aunque puede mencionarse su cuerpo judicial, este último se halla aún en estado embrionario. De todas maneras, lo que sería la sociedad internacional no dispone de una fuerza de seguridad (policía o ejército) capaz de hacer respetar las decisiones tomadas por la Corte Penal Internacional, ni los acuerdos y tratados. Si Pakistán o Irán sobrepasan las condiciones establecidas por el tratado de no proliferación nuclear, el único recurso posible para impedirles que lo hagan se limita a la persuasión o la disuasión mediante amenazas de sanciones o de uso de la fuerza (unilateral o multilateral). En contraste también con los sistemas estatales nacionales, no existe hasta la actualidad ningún sistema global impositivo (y de recaudación de impuestos) capaz de permitir la instauración de las estructuras necesarias para poner en pie un régimen de gobernanza global. Más allá del hecho de que el orden mundial no tiene un gobierno, no se corresponde por lo tanto en nada con un estado de derecho. Por esas razones, el mundo se gobierna a través de las relaciones entre los Estados en algo que podríamos calificar como sistema de autogestión dentro de un entorno globalmente anárquico. El resultado es esa contradicción permanente que J.J. Rousseau ya destacaba en el siglo XVIII: “Lo primero que noto, al considerar la posición del género humano, es una contradicción manifiesta en su constitución, que siempre lo torna vacilante. De hombre a hombre, vivimos en el estado civil y sujetos a las leyes; de pueblo a pueblo, cada uno goza de su libertad natural; lo que hace que nuestra condición sea peor que sin esas distinciones fueran desconocidas. Pues viviendo al mismo tiempo en el orden social y en el estado natural nos vemos sujetos a los inconvenientes de ambos, sin encontrar la seguridad en ninguno de los dos.” (Fragmentos sobre la Guerra).
Sin embargo, el mundo no se encuentra por ello en un estado de caos permanente. A los Estados, que actúan en su mayoría de un modo más o menos racional y tienen actitudes guiadas generalmente por la promoción de sus intereses nacionales, les conviene actuar en buen entendimiento unos con otros, como lo harían individuos o comunidades. A pesar de todo, el curso de la historia no es un camino de rosas y el mundo no es una aldea (global) donde cada uno hace su vida respetando los acuerdos tácitos que garantizan a todos vivir en armonía unos con otros.
En los hechos, la comunidad de los Estados presenta algunas particularidades que obstaculizan esa armonía:
Un sistema jerárquico donde los Estados más fuertes imponen sus puntos de vista a los más débiles
Relaciones entre unos y otros guiadas por las relaciones de fuerza.
La lógica de la potencia que incita a los más fuertes a modificar a su favor el statu quo
La voluntad de algunos miembros perturbadores de transgredir las reglas tácitas que gobiernan las relaciones interestatales
Un sistema imperfecto de resolución (y de prevención) de los conflictos entre Estados
Un sistema confuso de resolución de los conflictos internos, tironeado entre la tradición que pretende respetar las soberanías nacionales y el deseo de intervenir en los casos de crisis humanitarias.
A estas deficiencias, que se vinculan esencialmente con los problemas clásicos de la lucha de potencias, de guerra y de paz, se agregan los que tienen que ver con la globalización y la interdependencia creciente del sistema:
Amenazas al medioambiente
Crisis económicas y financieras globales recurrentes
Problemas vinculados con las crecientes desigualdades
Tradicionalmente, la respuesta a los problemas clásicos se dio de manera imperfecta, y a veces desastrosa, dentro de tres maneras posibles.
-Por autoridad, un país, generalmente un imperio, domina a otros para garantizar cierta paz en la zona en donde ese país es hegemónico.
-Por equilibrio, las luchas de potencias equilibrando informalmente a unos y otros para garantizar cierta estabilidad a un conjunto regional dado (por ejemplo, Europa).
-Por seguridad colectiva, a través de acuerdos más o menos formales donde el conjunto de una comunidad de países (conjunto regional (OTAN) o global (ONU)) decide de común acuerdo actuar de manera grupal para prevenir y resolver conflictos y, cuando fuera necesario, impedir que un Estado perturbador actúe en total impunidad. Los sistemas de seguridad colectiva se articulan generalmente alrededor de un organismo previsto para tal fin, pero cuya autonomía es dependiente de los intereses de los países miembros o, como en el caso de la ONU, de un pequeño grupo de los mismos.
Todos esos regímenes, tal como se los denomina, tienen sus cualidades y sus defectos. En la actualidad, en ausencia de un sistema imperial o de equilibrio de potencias, el sistema de seguridad colectiva de la ONU es el régimen dominante, aunque globalmente muy insuficiente. Mientras que las acciones ad hoc multilaterales o unilaterales se rigen por una lógica que, lejos de ser coherente, está condicionada por los intereses políticos, estratégicos y económicos (caso del petróleo por ejemplo) del momento o por la presión ejercida sobre los políticos por los medios de comunicación y la opinión pública, que son en sí mismos particularmente caprichosos. De allí resulta una contradicción entre las normas vehiculadas por esta comunidad de Estados y las prácticas que se supone que defienden esas normas. Raymond Aron resume del siguiente modo esa contradicción: “Los Estados componen una sociedad de tipo única que impone normas a sus miembros y sin embargo tolera el recurso a la fuerza armada. Mientras la sociedad internacional conserve ese carácter mixto, y en algún sentido contradictorio, la moral de la acción internacional también será equívoca.” (Paz y Guerra entre las Naciones)
El régimen actual, que se fue perfilando después de 1945 en el contexto geopolítico de la postguerra es inexorablemente inadecuado para responder a los problemas relacionados con la globalización y las amenazas al medioambiente, en la medida en que funciona antes que nada como una acumulación de intereses nacionales desprovista de las infraestructuras destinadas a resolver colectivamente problemas vinculados con el interés global del planeta.
Por ello, al no haber un sistema de gobernanza mundial, la práctica de las relaciones internacionales, con todas sus imperfecciones, sigue dominando las acciones que afectan el curso del mundo y su estabilidad. Pero esta práctica, que basa esencialmente su funcionamiento en el savoir-faire y las costumbres heredadas del pasado, se halla cada vez más desfasada con relación a las necesidades y sensibilidades del momento. El uso de la fuerza, que durante siglos fue la herramienta básica de las relaciones internacionales junto a la diplomacia, se muestra ahora poco concluyente a nivel de los resultados (guerras de Irak y de Afganistán) y condenable en el plano de lo moral.
En el futuro, este régimen cuyo centro de gravedad sigue siendo el Estado actuando racionalmente para promover sus intereses nacionales, corre el riesgo de ser tan limitado en su capacidad para resolver los conflictos como lo fue en el pasado, y quedar cada vez más desamparado frente a las amenazas y los problemas ligados a la globalización, a las interdependencias y a las amenazas al medioambiente y a la vida de todos. Además, contrariamente a las relaciones comerciales, la acción de los Estados está determinada por la interacción de elementos complejos donde la dimensión pasional no deja de estar presente. De ello resulta que las relaciones internacionales distan de ser guiadas por un esfuerzo de maximización de los intereses (individuales y colectivos) y que la prosecución de los intereses individuales (el de los Estados) no produce sistemáticamente beneficios generales y genera a menudo envidia, resentimientos y conflictos. Así pues, la visión utilitarista de las relaciones internacionales que los economistas liberales clásicos trasponen desde su interpretación de las relaciones económicas es globalmente falsa, ya que la lógica del poder es profundamente diferente a la lógica de la ganancia.
Pero la inadecuación de las relaciones internacionales a la era de la globalización y de las interdependencias no cambia en nada el hecho de que aquéllas sigan siendo por defecto las que rigen un mundo que aún se parece al estado de naturaleza de Rousseau. Y desde el momento en que el porvenir del planeta siga conjugándose, al menos por un tiempo, bajo el régimen de las “relaciones internacionales”, dicho futuro cada vez más colectivo se mostrará cada vez más inestable e incierto.