Religión y política pocas veces han hecho buena dupla. Sin embargo, después de un largo alejamiento que se extendió por varios siglos, la religión ha hecho un estruendoso regreso a la política mundial en las dos últimas décadas del siglo XX. En su célebre frase, el escritor André Malraux habría anunciado de manera premonitoria que “El siglo XXI será religioso o no será”1.
La religión es un fenómeno que se inscribe a lo largo del tiempo y cualquier análisis que la concierna requiere de una perspectiva histórica. La conversión (al cristianismo) del Emperador Constantino en el siglo IV marca la entrada fuerte e histórica de la religión en la esfera política. El Catolicismo en Occidente, el Cristianismo ortodoxo en el imperio bizantino y luego en tierras rusas y sobre todo el Islam en buena parte del continente asiático y del perímetro mediterráneo, imponen su ley y los gobiernos deben negociar con los religiosos, cuando no son directamente sometidos por ellos.
Hay dos zonas importantes de la masa eurasiática que no son alcanzadas por este fenómeno. Por un tiempo (antes de las conquistas musulmanas), la India, donde la religión hindú separa claramente autoridad espiritual y política, escapa a esta tendencia. China (con los países que están bajo su influencia) mantiene de modo duradero su integridad confuciana, sólidamente anclada en la superestructura social y política china desde la consolidación del imperio. En sentido inverso, en América del Sur y del Norte, los grandes imperios precolombinos son teocracias con inclinaciones muchas veces totalitarias que caerán en manos de conquistadores ávidos de evangelizar a las poblaciones sometidas.
En Europa, el Renacimiento, la Reforma y las guerras de los siglos XVI y XVII se combinaron para terminar con la injerencia de la iglesia en los asuntos del Estado. La caída del imperio bizantino en 1453 y el inexorable retroceso del mundo musulmán en relación a Occidente, que coincide con el repentino ascenso de Europa, dejan el campo libre al Estado moderno occidental que impondrá su modelo laico a casi todo el resto del planeta. Cierto es que la Iglesia Católica sigue siendo hasta hoy influyente en Europa del Sur, en Irlanda, en África y en América Latina por ejemplo, y que las sectas protestantes guían la vida cotidiana de muchos habitantes de Europa y de América del Norte, pero las grandes revoluciones europeas y americanas se conjugaron para imponer de modo duradero el modelo de organización política laica, ya sea en forma democrática o en modo socialista. El Islam, cuya particularidad en relación al cristianismo es la de no haber cesado nunca en su influencia política sobre la organización social de la comunidad de los creyentes, se ve obligado a hacer tiempo durante los siglos en que la hegemonía occidental se afirma y recibe su golpe de gracia en 1924 cuando Mustafá Kemal proclama el fin del gran Califato en su intento por hacer de Turquía -durante mucho tiempo gran depositaria de la fe musulmana- un Estado laico y moderno.
Pero el fin de la religión anunciado por Marx y otros parece ser un aviso prematuro. Al agotarse por diversas razones las religiones laicas que fueron las grandes ideologías de los siglos XIX y XX -y de las que muy a menudo se subestimó la herencia judeocristiana que tenían- sin haber podido responder a las expectativas que habían generado, dejan un vacío en el que se cuelan las religiones tradicionales, tanto más motivadas cuanto que fueron durante mucho tiempo ahogadas o reprimidas. Este desarrollo es asombroso, como es revelador que los dos grandes clásicos del siglo XX sobre las relaciones internacionales, los que escribieran Hans Morgenthau (Power among Nations) y Raymond Aron (Paix et guerre entre les nations), mencionen apenas la problemática religiosa.
En plena Guerra Fría, el año 1979 es una fecha de quiebre: mientras la Unión Soviética entra en guerra en Afganistán, lo que acelerará su debilitamiento ratificado 12 años después, la Revolución iraní anuncia el gran regreso de lo religioso a la política. También es en Afganistán donde se organiza el combate de los muyahidines que proseguirá después de la derrota soviética en otros escenarios y tomará concretamente la forma de una guerra santa por la reconstitución del califato del que Osama Bin Laden se autoproclamará el artífice mayor. Pero en la misma época -fines de los años 1970- judaísmo y cristianismo generan también movimientos de reafirmación de la identidad religiosa allí donde, algunos años antes, el Vaticano trataba de adaptarse a la secularización inevitable de la sociedad occidental (Segundo Concilio Ecuménico del Vaticano, 1962-65). Estos movimientos, nos dice el politólogo Gilles Kepel, “supieron transformar la reacción de desasosiego de sus adeptos, frente a la crisis de la modernidad, en proyectos de reconstrucción del mundo que encuentran en los Textos sagrados los fundamentos de la sociedad por venir”. “La aparición de esos movimientos, agrega Kepel, se produjo en un contexto de agotamiento de las certezas nacidas de los avances realizados en los años cincuenta”.2 A partir de allí ya no se trata de modernizar la religión sino, por el contrario, de dar a la modernidad un sentido religioso. Desde esta perspectiva, el nuevo discurso religioso pretende tocar todos los aspectos de la sociedad, tanto más cuanto que también pretende transformar la organización de la sociedad y paliar la flagrante ausencia de valores que resulta de una modernidad que, siempre según este discurso, no podía responder de todas maneras a las tragedias humanas que había generado por sus disfuncionamientos y por la imposición de una ética del ser humano que muchas veces se reducía a un egoísmo exacerbado y un consumismo sin límites.
El fundamentalismo teológico que acompaña a las tres grandes religiones “del Libro” (judaísmo, cristianismo, islam) sigue siendo un aspecto marginal del fenómeno religioso mientras no entre en la esfera política. Pero el fenómeno nuevo es que ese fundamentalismo se generó una entrada a través del surgimiento de un radicalismo político-religioso que percibe a la religión como involucrada en las grandes orientaciones de la vida social, económica y política. La teocracia iraní abre el camino en ese sentido. Funda su legitimidad en su combate por la purificación moral de la sociedad y en su cuestionamiento del modelo occidental, culpable según ella de la corrupción moral que trata de remediar. Mientras la fase de descolonización va llegando a su fin, la revolución iraní promete reparar las humillaciones padecidas por la larga opresión ejercida por los occidentales sobre el resto del mundo y denuncia el modelo organizacional occidental para volver a un modelo político y social basado en preceptos religiosos. El proselitismo del islamismo chiíta militante forma parte integrante de la Revolución iraní -como todas las revoluciones, ésta tiene veleidades universalistas- e intentará, sin éxito, exportar su ideal por fuera de sus fronteras, a menudo con medios poco ortodoxos y hasta violentos. Un poco más tarde, en Afganistán, los talibanes logran adueñarse del poder (1996) para implementar otro sistema teocrático, sunnita en este caso, fundado en el islamismo radical combatiente y, como en Irán, particularmente brutal también en relación a las mujeres. De manera accesoria, los talibanes ofrecen un santuario a la organización terrorista Al-Qaeda y a su líder histórico, Osama Bin Laden quien, gracias a ese halo securitario, organizará desde allí los famosos atentados de 2001.
De allí se deriva que la influencia directa de la religión en los asuntos del mundo hay que buscarla en primer lugar en esos movimientos radicales que tratan de desestabilizar el planeta geopolítico dentro del marco de una estrategia del caos. Dicha estrategia está destinada a brindarles un anclaje político que debería servir, a largo plazo, como trampolín de acceso a su aspiración de proyectar su potencia sobre un radio cada vez más extenso. En este sentido, y aunque como todo el mundo sabe la gran mayoría de los musulmanes son pacíficos y se interesan sobre todo por el aspecto espiritual de la religión, el radicalismo islámico ilustra una vez más los peligros subyacentes a la unión entre ambiciones políticas y aspiraciones religiosas. Al igual que para las grandes ideologías seculares, el radicalismo religioso político desemboca sistemáticamente en una circunscripción extrema del poder político en manos de un puñado de individuos (equivalente al “partido de vanguardia” para los comunistas) para quienes la puesta en práctica de los ideales religiosos justifica y condiciona todo tipo de abusos. A pesar de todo, y aunque las informaciones cotidianas a veces son alarmantes, el fenómeno parece más o menos limitado, puesto que los islamistas radicales no han logrado ganar terreno desde 1979. En este sentido, el recurso al arma del terrorismo es más un síntoma de debilidad que de fuerza.
En otras partes, el fenómeno religioso es menos predominante. La influencia de la Iglesia Católica en los asuntos geopolíticos y en la conducción del mundo es débil y el Vaticano sigue siendo una institución conservadora cuya razón de ser es, desde hace mucho tiempo, mantener cueste lo que cueste el statu quo, tratando de adaptarse a una fisionomía geográfica del catolicismo que está en plena transformación. La cara y el alma de la Iglesia Católica, el Papa, es la figura religiosa más conocida en el mundo y su valor simbólico es inversamente proporcional a la debilidad política del Vaticano. Sin embargo, la visión del soberano pontífice está ampliamente desfasada en relación a la realidad y a la mentalidad de los tiempos actuales, lo que no contribuye a convertirlo en un modelo, ni mucho menos, para las generaciones futuras. Por lo demás, la intervención del Papa en algunos conflictos puede resultar positiva (conflicto territorial entre Chile y Argentina, por ejemplo) y el valor simbólico de sus desplazamientos no debe subestimarse, como tampoco su compromiso a favor de los pueblos oprimidos, sobre todo en el contexto cínico y de desigualdad del mundo contemporáneo. La elección en 2013 de un Papa argentino de origen italiano ilustra los tímidos compromisos que caracterizan a la política del Vaticano, pero la elección del Papa Francisco marca una etapa que tal vez sea importante en la historia de la Iglesia Católica, que quizás desplace su centro de gravedad del Norte hacia el Sur.
A pesar de todo, la otra gran figura religiosa de alcance global, el Dalai Lama, encarna mejor que el Papa la figura del oprimido, central en muchas religiones, y su largo combate por los derechos humanos y la libertad de culto lo convierten en un personaje ejemplar dentro de la lucha política que lo enfrenta al régimen de Pekín. En América Latina, la religión también se mostró como un vector potencialmente influyente a favor de los derechos de los oprimidos frente a regímenes autoritarios y abusivos y, en este sentido, la Teología de la Liberación que se desarrolló a comienzos de los años 1970 es ejemplar, tanto como la acción de la Iglesia Católica polaca en relación a Solidarnosc (Sindicato Solidaridad) a principios de los años 1980.
Si bien algunos percibieron en la renovación religiosa un nuevo choque de civilizaciones, el choque más importante que se constata se ubica más bien dentro mismo de las grandes áreas religiosas, en particular las dos religiones universalistas que son el Islam y el Cristianismo, cada una confrontada a tensiones internas extremadamente fuertes, entre chiítas y sunnitas, entre católicos y evangelistas, unos y otros tironeados en una permanente competencia por recuperar nuevos adeptos y proteger a los ya ganados.
En el mismo momento, un poco en todas partes del mundo, en países tan distintos como Francia y Alemania, Turquía e Israel, las tensiones entre el Estado laico y las corrientes religiosas radicales se hacen cada vez más fuertes y a veces desdibujan las fronteras entre la necesidad de proteger las libertades civiles (entre ellas la libertad de culto) y la necesidad de afirmar la no injerencia de la religión en los asuntos públicos. El protestantismo, muy activo en su proselitismo a escala internacional, sigue siendo por su carácter no jerárquico, muy difuso. Su influencia, aunque importante, es sobre todo indirecta y confinada a la dimensión espiritual y moral de los individuos que eligen adherir a una iglesia o una corriente. Sin embargo, hemos visto que en Estados Unidos, las formaciones cristianas de derecha se han implicado considerablemente en los asuntos sociales del país desde los años 1970, en particular en la lucha contra el aborto y, por ende, en su política. En los años 2000, George W. Bush obtuvo la presidencia gracias a la alianza de los neoconservadores y de la derecha cristiana que luego se implicó junto al influyente Tea Party.
En teoría, los principios morales compartidos y vehiculados por la mayoría de las religiones ofrecen una alternativa interesante frente al vacío que muchos Estados modernos seculares no supieron llenar en este campo. No obstante ello, los congresos ecuménicos no han tenido hasta ahora más que un impacto limitado sobre la dirección moral del mundo, mientras que los representantes religiosos de los diversos cultos no siempre supieron elevar las consideraciones espirituales más allá de los intereses de sus iglesias respectivas. La manera en que la Iglesia Católica ha tratado el tema de los abusos sexuales cometidos por algunos sacerdotes, por ejemplo, ha debilitado considerablemente su influencia moral, lo que también sucede en algunos grupos religiosos más conocidos en Israel, cuya actitud en relación a los palestinos se opone a todo tipo de reglas éticas.
Muchos quieren creer que un mundo sin religión es un mundo condenado a perder su alma espiritual y su basamento moral. Sin embargo, una mirada comparativa sobre las sociedades religiosas y las sociedades laicas no corrobora necesariamente esa impresión y es un hecho que los países más violentos del planeta forman parte también de la lista de los países más religiosos (Sudáfrica, Colombia, Estados Unidos, etc.) mientras que los países de Europa occidental, donde la religión se ha erosionado considerablemente, se encuentran entre los más pacíficos y los menos desigualitarios. Por cierto, la dicotomía violencia/no violencia no es la única dimensión a tomar en cuenta, pero la constatación existe.
Sin embargo, la identidad religiosa es el único aspecto de la identidad individual o comunitaria que realmente ha trascendido las fronteras nacionales, étnicas o lingüísticas. En este sentido, la religión abre la esperanza de ver nacer una verdadera comunidad mundial que ya no se vería socavada por las múltiples divisiones que hoy impiden todavía su efectiva realización. Después de todo, muchas corrientes religiosas afirman la igualdad de los hombres ante Dios y, a medida que las desigualdades temporales aumentan, la idea de una igualdad absoluta, aunque intervenga en otro mundo, es cada vez más atractiva. Pero para eso la religión deberá también superar sus múltiples divisiones y este obstáculo, en sí mismo ya considerable, no parece algo fácil de resolver a la brevedad, ni siquiera a mediano plazo. Si el siglo XXI aparece como religioso, no por ello será el siglo de la religión.