Observador de las sociedades, Jean-Jacques Rousseau parte del modelo teórico de la naturaleza humana con el fin de elaborar un sistema donde el hombre no renuncie a su libertad. Su análisis parte de la constatación de la situación general de desigualdad de la sociedad del siglo XVIII, que pone al Hombre en relaciones de dependencia. El filósofo explica que el advenimiento de las Luces no hace más que esconder las relaciones sociales pervertidas que degradan a la naturaleza del Hombre. Ese Hombre degradado perdió su libertad, derecho inalienable cuya preservación debe ser el imperativo de un sistema social justo. Es así que Rousseau se opone a todo pacto de sumisión pues “renunciar a su libertad es renunciar a su cualidad de Hombre” (Del Contrato Social, libro I, cap.4), y estudia el problema de la asociación de los hombres desarrollando un “contrato social” garante de libertad y de igualdad. El modelo que desarrolla convertirá a la soberanía del pueblo en garante de la libertad y a la voluntad general en garante de la igualdad.
Rousseau es enemigo del cosmopolitismo, que considera limitante, para llegar a un interés general: para él las ciudades homogéneas son de tamaño reducido. Además, tienen poco contacto entre ellas. No se ubica por lo tanto en la perspectiva de ningún contrato social universal. Sin embargo, sus exigencias de libertad y el lugar que confiere a un derecho surgido de la voluntad general alimentan las bases éticas de una gobernanza mundial. A la desigualdad observable actualmente a escala de nuestro planeta podría responder un modelo de federación de Estados sobre el modelo rousseauniano. En una sociedad mundial en constante evolución hacia más y más globalización e interdependencia, ya no es pertinente pensar sistemas desconectados. Hacen falta estructuras globales para responder a problemas (ambientales, terrorismo), ideales (derechos humanos) u objetivos (el control de la violencia) que superan las fronteras simples de un Estado. El modelo de Rousseau es aplicable al sistema político instaurado con la firma de la Carta del Atlántico en 1941, que hacía de la seguridad colectiva un objetivo común. Las guerras mundiales y luego la amenaza nuclear, el terrorismo y el calentamiento global han ido desplazando progresivamente el interés general desde lo nacional hacia lo internacional.
Para desarrollar un contrato social que no sea envilecedor hay que empezar por separar los hechos tal como los observamos en los Estados modernos para encontrar un orden natural que permita alcanzar la verdad del Hombre. Rousseau se dedica entonces a desarrollar un “estado de naturaleza” teórico en el cual, partiendo de las sociedades del siglo XVIII, separa lo que serían los frutos de la vida social, con el fin de no justificar a la sociedad por sus consecuencias sobre el Hombre1. El estado de naturaleza es el de las relaciones sociales no instituidas jurídica y políticamente. El objetivo de esa ficción teórica es el de señalar las características del estado social para encontrar el sistema de gobernanza más realista y menos alienante posible para el Hombre. Para Lévi-Strauss, el intento de Rousseau de analizar al Hombre natural para desarrollar un modelo de sociedad adaptado lo convierte en un precursor de las ciencias sociales.
La ficción rousseauniana del estado de naturaleza supera la hipótesis clásica movilizada por muchos pensadores del pacto social y reinscribe al Hombre en la naturaleza, descartando por ejemplo el postulado de una sociabilidad natural. La política es, en primer lugar, una moral. Realiza al Hombre que es voluntad, razón, conciencia, sentimiento y no simplemente necesidad y pasión. La hipótesis hobbesiana de la guerra en el estado de naturaleza le parece inadmisible por el hecho de que, en el estado de naturaleza, las necesidades están satisfechas, por lo que falta un resorte válido para la guerra. Hobbes sólo llegó a su sistema porque le asignó al hombre natural la sensibilidad compleja del hombre civilizado. Y, sobre todo, Hobbes se equivocó al negarle al Hombre todo sentimiento de piedad. Así, poniendo de lado lo cultural para apuntar mejor a lo natural, Rousseau imagina un “estado de naturaleza” que describe en El Discurso sobre los orígenes de la desigualdad (1755). Dicho estado consiste en una especie de anarquía pacífica donde los individuos, aislados e independientes unos de otros, sólo mantienen una relación moral y no dependen más que de la fuerza abstracta de la naturaleza. El hombre original es una especie de animal tranquilo, movido por pocas necesidades, sin obligaciones y por lo tanto feliz, vinculado solamente con el presente. En el estado de naturaleza el Hombre es libre y bueno y está habitado por un solo sentimiento, anterior a cualquier pensamiento, que es la repugnancia innata de ver sufrir a sus semejantes. El hombre natural para Rousseau no es un hombre perfecto, es un hombre no degradado pero que aún no desarrolló su potencial.
El equilibrio se romperá por circunstancias físicas y acarreará el paso del estado de naturaleza al estado social. La naturaleza al volverse hostil lleva a los hombres a unirse y de esa asociación momentánea surgen las primeras evoluciones societales: “ese paso del estado de naturaleza al estado de civilización produce en el hombre un cambio muy importante, sustituyendo en su conducta la justicia al instinto y dando a sus acciones la moralidad de la que antes carecían. Es sólo entonces, cuando la voz del deber reemplaza al impulso físico y el derecho al apetito que el hombre, que hasta ese momento sólo se había mirado a sí mismo, se ve forzado a actuar sobre otros principios y a consultar a su razón antes de escuchar sus inclinaciones, (…) sus facultades se ejercen y se desarrollan, sus ideas se expanden, sus sentimientos se ennoblecen, toda su alma se eleva (…)”. (Del Contrato Social, libro I cap. 8). Sin embargo la asociación, la sedentarización y el cultivo de tierras traerán aparejada la noción de propiedad y, si bien junto a ella aparecen las primeras reglas de justicia, el hombre entiende también el interés de poseer más de lo que necesita para acumular poder. Así nacieron la codicia y la competencia. Las necesidades del hombre dejaron de estar relacionadas con sus medios y perdió su libertad al querer más de lo que podía obtener: “El hombre realmente libre no quiere más de lo que puede y hace lo que le gusta” (Emilio, libro II). La desigualdad apareció y “la sociedad naciente dejó lugar al más horrible estado de guerra” (Del Contrato Social, libro I, cap. 4). Así, Rousseau plantea el estado de guerra, que determina el derecho de los más fuertes, como un resultado del estado social, contrariamente a Hobbes que lo postulaba como la causa de este último.
Aunque corrompe al Hombre, la socialización sigue siendo ambigua, puesto que permite también desarrollar las facultades que la naturaleza le dio. Rousseau ubica a la inteligencia de los progresos posibles, es decir la educación, en el centro de su teoría. Sólo la sociedad le permite al Hombre protegerse educando su voluntad y su razón, pues sin virtud vive en la inseguridad. Es necesario entonces concebir un modelo de sociedad2 que sirva de patrón de medida. Esto no significa un retorno al estado natural sino la concepción de una socialización basada en el hombre natural, con el fin de llevar a la perfección sus capacidades en lugar de pervertirlas. Para ello, las voluntades individuales deben acordar un contrato, con el fin de dotarse de leyes justas y legítimas. El contrato social es un convenio de origen que asocia a una multitud de individuos en una totalidad colectiva, dando lugar así a una personalidad moral tal como un pueblo o un Estado3.
En las teorías clásicas, el modelo del contrato implica que cada uno renuncia a sus derechos naturales a cambio de la protección de su vida por parte del soberano -para Thomas Hobbes- y de sus bienes -para John Locke-. Para Rousseau, la preservación de la libertad, derecho humano fundamental, es el corazón mismo del contrato social y la piedra angular de cualquier sistema de gobernanza4. Se trata de “encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado, y a través de la cual cada uno, al unirse a todos, obedezca sin embargo a sí mismo y nada más que a sí mismo, y siga siendo tan libre como antes. La esencia del cuerpo político está en la concordancia de la obediencia y de la libertad” (Del contrato social, libro I cap.6).
Para ello es necesario, dice Rousseau, “sustituir las relaciones de hombres a hombres (que son violentas) por la relación del ciudadano a la ley”. Rousseau preconiza entonces una forma de gobierno basada en la soberanía popular que ubique a “a la ley por encima del Hombre”, limite las relaciones entre ellos5 y preserve sus libertades individuales, esenciales para la soberanía popular. El contrato social constituye el medio para realizar esa alquimia. Se trata de un pacto mediante el cual “cada uno de nosotros pone en común su persona y toda su fuerza bajo la suprema dirección de la voluntad general; y recibimos a cada miembro como parte indivisible del todo”. Cada uno se compromete por entero a ser miembro del cuerpo político, es decir que el mismo individuo será al mismo tiempo sujeto obediente a las leyes y ciudadano que las promulga.
En esa asociación recíproca la voluntad de todos se impone ante la de cada uno. Los individuos pierden su libertad natural de satisfacer sus propias necesidades usando toda la fuerza de la que disponen. Sin embargo, ganan la libertad social, definida como el goce de los derechos garantizados por la ley que uno mismo se ha impartido, en la medida en que, por el sufragio universal, cada ciudadano participa de la expresión de la voluntad general. En ese compromiso es donde aparece la obligación de la libertad que, según Rousseau, se caracteriza entonces por “la obediencia a la ley que uno mismo se prescribió”. Además, en razón de esta doble relación ciudadano/sujeto, el contrato social instaura una verdadera igualdad jurídica en el seno de la sociedad6 que ya no ubica a los hombres en una desigualdad artificial en razón de su relación de dependencia. La igualdad se convierte así también en un derecho instituido, pues “como cada uno se da de igual forma, la condición es igual para todos”. De allí en adelante promotora de la paz, la igualdad se apoya en la moralidad y se encuentra garantizada por la sociedad toda.
El pacto social rousseauniano se basa en la fusión de las voluntades individuales en una voluntad común que constituye la base de la sociedad. Rousseau explica que la voluntad general existe si “todos quieren la felicidad de cada uno” (Del Contrato Social, libro II, cap.4), pues “no hay nadie que no se apropie esta palabra para sí mismo ni que no piense en su persona al votar por todos. Lo que prueba la igualdad de derecho, y la noción de justicia que produce, se deriva de la preferencia que cada uno tiene por sí mismo y, por ende, de la naturaleza misma del Hombre” (ibid.). En consecuencia, “la voluntad general siempre es recta y siempre tiende a la utilidad pública” (Del Contrato Social, libro II, cap.3). Esa fuerza que nace de la suma de las fuerzas individuales supera en potencia a la suma de las individualidades y cumple el papel que cumplían las fuerzas impersonales de la naturaleza, no individualizadas e imparciales, pero generales y por ello respetadas, garantes de la igualdad7 y del derecho. Esta fuerza moral es de índole diferente a las particulares y está en condiciones de regular los intereses privados, puesto que es exterior a ellos.
En esta teoría no hay entonces, como en la de Hobbes, el traspaso de la propia soberanía a manos de otro, de uno solo, ya que la obligación de la expresión de la voluntad general se basa en el principio de soberanía popular. La idea es nueva, pues en las antiguas doctrinas del contrato, el pueblo sólo es soberano cuando abdica de su libertad8. La voluntad general soberana se encarna a través del cuerpo político que el contrato mismo generó. Tampoco se trata de democracia representativa como para Locke. Para Rousseau la soberanía es inalienable, indivisible (de no ser así no serviría al interés general) y sólo puede ejercerse en forma directa. El sistema de gobernanza ideal rousseauniano es una democracia directa donde los gobernantes quedan sometidos a un mandato imperativo y la ley a un referéndum de aceptación. Como la libertad sólo existe mediante la expresión directa de la voluntad general, Rousseau recomienda Estados pequeños con el fin de preservar la soberanía del pueblo9. Y como el pueblo tiene más que temer de la voluntad de uno solo que de algunos, Rousseau propone una forma oligárquica de gobierno, aun cuando recomienda una magistratura reducida. De este modo, el estado social garantizará la libertad natural del Hombre en lugar de alienarla.
En el estado de civilización, la ley sustituye a la regulación espontánea del estado natural, haciendo de la vida un derecho reconocido por la sociedad y transformando a las posesiones en propiedades. Es a través de la ley que se manifiesta la voluntad soberana. Es garante de la igualdad y se convierte en el patrón de medida de lo justo y de lo injusto10. La ley no puede tener objeto particular ya que expresa la voluntad general. El poder legislativo del pueblo, al ser este último soberano, no puede aplicarse sobre otros sin afectarlo a él también. En consecuencia, si es el cuerpo de la nación quien legisla, no puede ser injusto “porque nadie es injusto consigo mismo”.
Rousseau concluye entonces que son los magistrados que forman el gobierno, intermediarios particulares, quienes deforman la ley11. El peligro más importante para la sociedad es la posible usurpación del gobierno, y el objeto de la legislación debe ser prevenir ese hecho a través de frecuentes asambleas del pueblo. Por otra parte, para que el gobierno sea solamente la vía de acción de la voluntad general, su fuerza debe ser exclusivamente ejecutiva; el poder de legislar corresponde a un legislador, pues el pueblo -nos dice Rousseau- no basta para hacer la ley. Aunque el filósofo reconoce que “tendría que haber dioses que dieran leyes a los hombres”, ya que la naturaleza del Hombre hace que un particular no pueda deshacerse de sus intereses personales, hace recaer el papel de legislador sobre un particular. Ese individuo deberá tener un gran conocimiento del Hombre, sabiendo al mismo tiempo mantenerse impersonal y alejado de las pasiones humanas para no ceder a los particularismos. Rousseau convierte entonces a ese personaje mítico en la condición necesaria para una buena legislación. Por último, una vez decretada la ley es fundamental que el legislador no tenga más poder, pues “quien comanda las leyes no debe comandar a los hombres”.
Pero si el papel del legislador está condicionado, la sociedad para la cual legisla también tiene que cumplir con determinadas condiciones. En primer lugar, el Hombre debe ser maleable y no estar totalmente dominado por sus prejuicios. Luego, la dimensión del pueblo es importante para llegar a la homogeneidad de una voluntad general. Por último, la sociedad debe estar en paz pues el cuerpo político en mutación no puede afrontar una crisis. En consecuencia, la institución de una legislación es, más que algo incierto, una obra delicada y complicada, donde se refleja el pesimismo histórico del autor.
Aunque Rousseau se interesa por el mecanismo constitucional, es consciente sin embargo de que no hay cohesión social si las voluntades no se unen. Compartir valores es la base de una comunión intelectual. Pero esa comunión, observa el autor en la historia, se derivaba del hecho de que cada sociedad tenía su religión, cuyos valores eran la base del orden social. El sistema de creencia colectiva es primordial en la construcción de una identidad colectiva, con el fin de que nazca una moral sobre valores compartidos, y el Estado debe ser quien lo cuide. La religión permite que las leyes civiles tengan, para el pueblo, la misma autoridad que las leyes naturales. Sólo los dogmas necesarios para el fortalecimiento de la moral deben ser impuestos en nombre del Estado. Más allá de eso, cada uno es libre de tener sus opiniones. Sin embargo una religión civil, cuya influencia no se extienda más allá de sus intereses, aparece en el origen de las naciones como instrumento legislativo.
El modelo rousseauniano desemboca pues, a nivel mundial, en una confederación internacional. Rousseau propone un modelo federal que garantice una seguridad colectiva de donde se inspiraron los sistemas políticos del siglo XX. La seguridad colectiva es el interés general de la actualidad. Además, valores como los Derechos Humanos son hoy en día compartidos por la mayor parte de los Estados y juegan un papel de cimiento ideológico, con el fin de posibilitar el comienzo de una cohesión a escala planetaria. Pues la necesidad, para los Hombres, de pensarse en términos de humanidad es hoy apremiante si queremos tomar decisiones eficaces a escala mundial. Con el debilitamiento de los particularismos y la aparición de un interés general más global que ya no se defina por las fronteras de los Estados, el intergubernamentalismo debe construirse sobre un modelo igualitario que pueda hacer frente a la inestabilidad. La ONU, organismo que se supone representa al planeta para preservar una paz y una estabilidad globales parece ser la realización de esa idea. Pero si este organismo encuentra en la actualidad muchos obstáculos para responder a sus objetivos de seguridad colectiva, es porque no está basado en la voluntad general de todos sus miembros con el fin de preservar la igualdad de los mismos, todos soberanos. En efecto, la realización a escala mundial de los ideales de Rousseau requeriría que los Estados fundieran sus potencias individuales en una potencia común que regiría por completo las relaciones entre ellos y aplicaría un derecho que ellos mismos convalidaran, apoyado en valores comunes de manera tal de proteger su interés común.
- Para Rousseau los teóricos del derecho natural no se preocuparon lo suficiente por analizar esa naturaleza sino que parten de los hechos y, tanto Hugo Grocio como Thomas Hobbes, justifican el orden establecido.
- Para Rousseau las ciudades antiguas muestran que, en algunas ocasiones, una socialización no alienante fue posible.
- El cuerpo político no es una realidad natural. Rousseau defiende una concepción artificialista del Estado y del derecho que funda sobre convenciones.
- “todo hombre puede disponer a su antojo de lo que posee, pero no sucede lo mismo con los dones esenciales de la naturaleza, tales como la vida y la libertad, de los que cada uno puede gozar pero sin tener derecho a deshacerse de ellos. Privándonos de una degradamos nuestro ser, privándonos de la otra lo aniquilamos; y como ningún bien temporal puede resarcir una o la otra, sería ofender a la naturaleza y a la razón renunciar a ellas al precio que fuera; libres por igual, los hombres son iguales en dignidad; nadie puede alienar a otros su libertad; la persona es un fin y no un medio; renunciar a su libertad es renunciar a su cualidad de Hombre” in Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad, Parte II.
- “La segunda relación [de la que tratan las leyes] es la de los miembros entre ellos o con el cuerpo todo; y esa relación tiene que ser en un primer aspecto tan pequeña como sea posible y en segundo tan grande como se pueda, de manera tal que cada ciudadano esté en perfecta independencia de todos los demás y en una dependencia excesiva de la polis” (Del Contrato Social, libro II, cap.12).
- “En lugar de destruir la igualdad natural, el pacto fundamental sustituye por una igualdad moral y legítima lo que la naturaleza hubiera podido tener de desigualdad física entre los hombres. Pudiendo ser desiguales en fuerza o inteligencia, todos los hombres se vuelven iguales por convención y en derecho” (Del Contrato Social, libro I, cap.9).
- “Si las leyes de las naciones pudieran tener, como las de la naturaleza, una inflexibilidad que nunca ninguna fuerza humana pudiera vencer, la dependencia de los hombres volvería a ser la de las cosas; reuniríamos en la república todas las ventajas del estado natural con los del estado civil; uniríamos la libertad que mantiene al hombre exento de vicios a la moralidad que lo eleva a la virtud” (Emilio, libro II).
- El pueblo sigue siendo actor y el traspaso de su soberanía es condicional y no una alienación de los derechos.
- La polis ideal sigue siendo “la medida de nuestra experiencia” y no reúne intereses muy divergentes.
- Aunque reconoce la justicia divina, la ley divina permanece sin acción para él mientras no se vea reflejada en la ley humana.
- Rousseau desarrolla esta idea en la novena de sus Cartas Escritas desde la Montaña (1764).