La nueva arquitectura de la gobernanza tendrá que pasar necesariamente por una revalorización de los territorios. Pero los contornos de la definición de territorio son aún difusos. En efecto, se puede preguntar: ¿dónde está el territorio? ¿en el vecindario?¿en la comarca?¿cuál es la dimensión de los territorios en las zonas urbanas, en las grandes ciudades? ¿son los barrios?¿y cuáles son los territorios en las localidades rurales?¿el país es un territorio, cualquiera sea su superficie?¿existen territorios continentales como Europa, América del Sur, el subcontinente indio, etc.? Y después de todo, ¿acaso el mundo entero no es un territorio?
A menudo la definición de territorio es la de un espacio físico delimitado por fronteras y administrado por alguna colectividad territorial subnacional. En realidad, un territorio es algo mucho más complejo y diferente. Es una fuerte densidad, un nudo de relaciones entre actores internos y externos a un territorio determinado, es un lugar de convergencia de múltiples flujos de materia, de informaciones, de energías y principalmente de personas.
Hoy en día, la vida cotidiana de la gente se juega en el terreno de lo local, pero es en lo mundial donde se definen cada vez más las políticas que afectarán finalmente esa vida cotidiana. La dimensión mundial en esta época de mundialización cada vez más acelerada de flujos financieros y comerciales, de circulación de informaciones y personas es la que condiciona la vida cotidiana en el territorio localizado. La escala de los fenómenos se amplía cada vez más por las migraciones, las pandemias, las crisis climáticas, las crisis financieras, etc. Pero, en sentido inverso, es en el territorio, en lo local, donde la proximidad es lo básico y sólo a partir de esa proximidad se puede construir una nueva arquitectura de la gobernanza. Por eso es preciso al mismo tiempo proponer y concretizar cambios de la gobernanza a escala local y a escala mundial.
Hay una relación dialéctica entre estas dos grandes dimensiones de la gobernanza y cabe en todo caso tratar de localizar y territorializar al máximo posible la economía y la política. Si se considera, por ejemplo, la cuestión climática es evidente que se trata de una cuestión planetaria que requiere de una gobernanza mundial. Sin embargo, esa gobernanza no podrá funcionar sin un compromiso efectivo de los ciudadanos en sus respectivos territorios. Así pues, el territorio es la unidad específica de la relación entre la sociedad y la naturaleza. Allí se puede lograr una simbiosis donde se exprese socialmente la sustentabilidad del planeta.
Es en el territorio -tanto en las zonas urbanas como en las rurales- donde los actores pueden construir una nueva economía. Cuando se habla de niveles nacionales y mundiales priman las lógicas de mercado y las lógicas de competencia, tanto entre los intereses nacionales como entre los transnacionales. En los territorios, en cambio, pueden gestarse (y se gestan) las formas de economía más sociales y solidarias, movilizando localmente recursos en capital, en inteligencia y en trabajo y combinando bienes y servicios comerciales con no comerciales. Allí mismo es donde existe la posibilidad de dotarse de objetivos a la vez económicos, sociales y ambientales.
Otra dimensión importante en la lógica de los territorios es la posibilidad de asegurar que las relaciones económicas en su interior puedan ser facilitadas por una diversidad de monedas que permitan estimular circuitos cortos, combinando actividades remuneradas y no remuneradas y las modalidades de equivalencia de los diferentes tiempos de los distintos trabajos. Las múltiples monedas fueron reinventadas en el siglo XIX. Por lo demás, la pluralidad de monedas era una norma en las economías más antiguas. Lo importante es desarrollarla en los diferentes niveles, desde lo local hasta lo nacional, aprovechando todas las nuevas facilidades que ofrecen la informática e Internet.
El territorio es también el nivel clave de gestión de los bienes comunes, sobre todo del agua y de la energía, puesto que los niveles de consumo y las modalidades de distribución deberían definirse a ese nivel y allí debería organizarse asimismo el intercambio de los bienes comunes. No obstante ello, la gestión de estos bienes comunes no debe limitarse solamente a la cuestión de los territorios. Es por tanto necesario definir esa relación entre territorio y gestión de bienes comunes.
La reivindicación de los pueblos y las comunidades que reclaman soberanía sobre bienes comunales de los territorios en que habitan es legítima. Hay que subrayar también que lo que ha podido ser salvado de la voracidad de las transnacionales y de otras empresas depredadoras lo ha sido gracias al rol de estas comunidades en territorios específicos, donde han salvaguardado bienes preciosos para la biodiversidad como los bosques, lagos, mares, ríos, etc. Pero también es importante señalar que dicho cuidado no puede ser acaparado con lógicas de propiedad privada ni colectiva que signifiquen un privilegio, excluyendo a otros pueblos y territorios, tanto vecinos como lejanos. Este es un punto complejo que requiere ser reflexionado con altura de mira. Es evidente que los bosques, los lagos, los ríos, las montañas o las estepas no deben ser delimitados por fronteras estatales o de pertenencia por el hecho de habitarlos. De igual modo, los recursos subterráneos y del aire evidentemente no deben ser enmarcados en fronteras. El problema es que la noción de propiedad privada capitalista se ha impuesto sobre la noción de soberanía de los pueblos sobre sus territorios. En todo caso, esta soberanía no debe ser entendida como un privilegio, sino como una responsabilidad al servicio de la sustentabilidad de la vida y del planeta, la que no puede ser delimitada por fronteras. Nos encontramos aquí frente a una cuestión de gobernanza local y mundial que requiere ser replanteada, para repensar la soberanía de los pueblos sobre los territorios que los habitan y asegurar al mismo tiempo que los bienes presentes en dichos territorios sean gestionados como bienes comunes de toda la humanidad.
Lo que está claro es que la construcción de una nueva arquitectura de la gobernanza debe privilegiar los mecanismos que van de abajo hacia arriba, desde los territorios locales hacia el mundo. Ya existen agrupaciones regionales como el Mercosur, la Asean, la Unión Europea, la Unión Africana y la Unasur, entre otras. Pero éstas están constituidas principalmente por acuerdos interestatales y son de carácter específico (acuerdos regionales o políticos en distintas subzonas continentales). Pero también pueden darse otras formas de participación y organización de territorios a escalas regionales y continentales: asambleas ciudadanas, asambleas regionales, vinculación de ciudades entre sí y también de zonas y organizaciones indígenas y de zonas rurales, capaces de facilitar una mayor participación de los territorios en la gobernanza mundial.
En todo caso, lograr una articulación de territorios, de sociedades civiles, de comunidades y de personas a escala mundial constituye todavía un horizonte que, si bien se vislumbra, sigue estando más allá de los logros alcanzados en las últimas décadas por las dinámicas ciudadanas en diversas regiones del mundo. Es por eso que las tareas necesarias para reforzar la construcción social de los territorios y democratizarlos siguen siendo por el momento tareas pendientes.
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