Desde los griegos, en particular Platón y su República, los filósofos, principalmente occidentales, han pensado periódicamente en una sociedad ideal. Tomás Moro impone en el siglo XVI el término de “Utopía” con su libro epónimo, el término derivado del griego (ou –topos) que significa “no lugar”. Desde ese entonces, se perpetúa una tradición literaria a lo largo de los siglos que incluye a Tommaso Campanella y Francis Bacon, Louis Sébastien Mercier y H. G. Wells, entre otros. Aunque la mayor parte de los filósofos utópicos, al igual que Moro, van a proyectarse hacia un espacio virgen que permite a hombres y mujeres de buena voluntad construir la sociedad ideal sobre nuevas bases, otros como Mercier (L’An 2440, rêve s’il en fut jamais, 1771) o Edward Bellamy (Looking Backward, 2000 – 1887, 1888) se proyectarán en el tiempo a través de un proceso regenerador que permita una transformación positiva y radical de la sociedad.
Más allá de los distintos ángulos de enfoque adoptados por estos visionarios, esta corriente filosófica se vio principalmente concernida por la elaboración del retrato de la sociedad ideal y menos por el tipo de mecanismos políticos que habría que implementar para llegar a ello. En el siglo XIX, ese desinterés voluntario en cuanto a los medios para realizar una sociedad perfecta imprimió una connotación negativa al concepto de utopía. Así por ejemplo, Marx y Engels llamaron “utópicos” a los precursores del socialismo como Fourier u Owen, pues según los autores del Manifiesto sus teorías sólo tenían un valor relativo a partir del momento en que no tomaban en consideración (contrariamente a Marx y Engels) las condiciones que permitirían que el emprendimiento socialista se concretizara.
El agotamiento de la idea del progreso, que durante siglos había sostenido el optimismo de la literatura utópica, y luego el surgimiento de los totalitarismos generan, a comienzos del siglo XX, un nuevo tipo de especulación basada en el cinismo satírico más que en el idealismo optimista. Este giro desemboca en la contrautopía, la distopía, que en muchos aspectos anuncia y luego denuncia la formidable máquina totalitaria generada por el sovietismo más negro. Contrariamente a la utopía, que trata de desarrollar un ideal, la distopía demuestra lo que sucedería en los hechos si un ideal se realizara. Jack London lanza la carrera con su sorprendente y premonitorio El talón de hierro (The Iron Heel, 1907), seguido por Nosotros (1924[ref]Redactada en Rusia en 1919, censurada en 1921, la novela es publicada inicialmente en inglés en 1924. Sólo en 1988 se la publica en URSS.[/ref]) de Yevgeni Zamiatin y por Un mundo feliz (Brave New World, 1932) de Aldous Huxley. George Orwell insiste con 1984 (1948) que se convierte en el libro de referencia sobre el tema antes de la publicación de El Archipiélago Gulag de Solzhenitsyn en 1974, que describe una realidad muy cercana al horror totalitarista pintado en la ficción de Orwell.
De cierta forma, y hasta prueba de lo contrario, la distopía parece haber marcado una parada brusca de la especulación optimista que había alimentado a la filosofía utópica clásica, sin que el fin de los totalitarismos denunciados por Orwell y compañía haya dado lugar al renacimiento de la idea de progreso. De hecho, el lugar de la especulación no parece estar muy garantizado en un mundo que, por primera vez en su historia, se ve amenazado existencialmente por todos los abusos de la actividad humana -cuyas fuentes principales, la industrialización y el capitalismo desenfrenado, tienen el mismo origen que nutrió las esperanzas nacidas del progreso científico- y cuyos mecanismos políticos demuestran, día tras día, su impotencia para aprehender las amenazas del momento y prevenir las del futuro. Por otra parte, en un mundo globalizado donde cada rincón del planeta es conocido, controlado y hasta constantemente espiado por los satélites en órbita alrededor de la Tierra, la idea de crear “en algún lado” un mundo mejor se ha vuelto, en términos concretos, una casi imposibilidad que, aun en el universo filosófico, contribuye ciertamente a atemperar los entusiasmos.
Hoy en día, la utopía también tiene que ser entonces global. Ya no se trata de crear una sociedad por completo nueva en una tierra virgen o de vivir en comunidad dentro de una sociedad cerrada y hermética sino más bien de reconstruir un edificio al que le entra agua por todas partes (literalmente, si tomamos en cuenta los efectos del calentamiento global). Dicha reconstrucción, que pasa necesariamente también por una desconstrucción, requiere un esfuerzo colectivo por parte de una comunidad mundial que todavía no existe como tal, pero que podríamos decir que va descubriéndose a sí misma a través de este proceso. Sin embargo, las motivaciones que nos llevarían a especular sobre una empresa de ese orden son las mismas que animaban a los filósofos de la utopía clásica: la voluntad de establecer duraderamente paz y justicia, y promover la igualdad y la felicidad.
A sabiendas de que la creación mental de la utopía siempre es acompañada por una crítica de la realidad existente, esta constatación también tendería a indicarnos que los fundamentos mismos de la humanidad no han avanzado a lo largo de los siglos tanto como podría creerse. Ahora bien, la primera crítica formulada a lo largo del tiempo en contra de la filosofía utópica es que sistemáticamente se habría negado a tomar en consideración la verdadera naturaleza del ser humano, naturaleza que los apóstoles de una visión “realista” de la política consideran, desde Maquiavelo en adelante, como irremediablemente impermeable a cualquier reforma profunda.