Frente a la guerra civil que conoce Inglaterra en el siglo XVII, Thomas Hobbes busca la solución para la inseguridad y la inestabilidad de la nación. Desconstruyendo los comportamientos humanos, parte de la anarquía del estado de naturaleza para desarrollar un contrato social que aportará la paz civil. Si para Hobbes la inestabilidad interna propia del estado de naturaleza conduce a la ciudadanía nacional, ¿por qué no pensar en una ciudadanía mundial que responda a los desafíos mundiales? En efecto, las problemáticas de hoy trascienden la acción estatal. Si el paradigma de la anarquía mundial heredado de Hobbes llevó a imaginar un conjunto dominado por Estados que actúan en nombre del interés nacional y de la realidad de las relaciones de fuerza ¿no podríamos servirnos de sus herramientas teóricas para concebir la arquitectura de una gobernanza más global y más adaptada a los desafíos actuales?
El fundamento del pensamiento de Thomas Hobbes se encuentra en su concepción del estado de naturaleza, estado primitivo de todo orden social, a partir del cual concebirá, en la línea de Maquiavelo, un modelo político óptimo y realista. Si bien ese esquema de justificación de lo político es nuevo, no hay en su retrato del hombre ningún intento de realismo psicológico ni de verdad filosófica, puesto que su principal preocupación sigue siendo la estructura política en sí misma. En efecto, Hobbes parte de los miembros que componen la sociedad de su época y construye un marco de análisis, determinando la naturaleza y las pasiones humanas fundamentales, es decir las que gobiernan al comportamiento humano, dando a las pasiones un papel crucial en su teoría ético-política1.
Para el filósofo, el hombre es un ser de deseo que sólo busca la acumulación de poder y sobre esas conclusiones se apoya para concebir un cuerpo político ideal. Así, en el estado de naturaleza el hombre sólo es motivado por sus intereses individuales. Esa búsqueda de poder fija las relaciones entre individuo y sociedad y conduce a la lucha de todos contra todos. Para Hobbes, “si dos seres humanos desean lo mismo y no pueden gozar de ello uno y otro, se convierten en enemigos y, para llegar a su objetivo […] se esfuerzan por eliminar o someter al otro” (Leviatán, capítulo XIII). Este entorno, donde todos quieren más, lleva a desconfiar de todos2. El deseo generalizado de poder conduce a un temor generalizado, donde todos y cada uno representan una amenaza potencial. Para Hobbes, en el estado de naturaleza, los hombres son iguales tanto por sus capacidades físicas como mentales3. Dicha igualdad legitima la pretensión de acumular posesiones y exacerba las rivalidades por su obtención. Si los hombres son iguales, también lo son en su aptitud para matar, pues la astucia puede compensar la debilidad y esto los coloca en igual plano de inseguridad.
Thomas Hobbes se diferencia así claramente de la tradición política que venía de Aristóteles y de Tomás de Aquino, para quienes el hombre es un ser naturalmente social. Por el contrario, Hobbes afirma que el estado de naturaleza es un estado de guerra perpetua. Para él, la guerra, más que una violencia organizada y un enfrentamiento real, es una disposición sostenida al combate, es decir una tendencia a la agresividad. Esta agresividad es duradera porque se basa en una característica propia de la naturaleza humana, que es constante, universal e innata4 : el deseo de poder. Así, en el estado de naturaleza el poder anárquico de la multitud domina la vida que, en esas condiciones, es “solitaria, trabajosa, penosa, bestial y breve”. De allí la necesidad de una autoridad superior que garantice la protección y la supervivencia. El temor a la muerte y el deseo de las cosas necesarias para una vida agradable llevarán al hombre a poner su poder en manos de un soberano.
Hobbes, inspirándose de la teoría de Jean Bodin, que ubica la idea de soberanía como base de toda teoría del Estado, se ocupará de allí en más a buscar sus fundamentos, funciones y límites. En Hobbes la autoridad soberana encarna en una voluntad única todas las fuerzas de los hombres que componen el cuerpo político, transfiriéndole cada uno de ellos sus derechos naturales, a excepción de los derechos inalienables5. Privados de derechos políticos y de responsabilidades sociales, los individuos son excluidos de toda participación en la conducción de los asuntos públicos. Y aunque ellos son sus creadores, es el soberano quien se convierte en único actor político. Es inamovible y goza de una inmunidad jurídica total. Él determinará sus sucesores y tiene todo el poder coercitivo, pudiendo usarlo a su antojo desde el momento en que garantice el orden social. De esa concentración del poder, capaz de refrenar los egoísmos individuales por respeto a la intimidación y el temor, proviene la estabilidad y Hobbes dirá que “el nombre de Tiranía no es más que el nombre de la Soberanía”. Pues el consentimiento voluntario de todos los ciudadanos tiene un carácter demasiado frágil, y únicamente el absolutismo del poder generará obediencia a las leyes y, por lo tanto, paz social.
La originalidad de la filosofía de Hobbes consiste en no fundar la legitimidad del poder político en la religión ni en la tradición sino en un contrato acordado entre los individuos y la autoridad dirigente. Según él, llevados por el instinto de conservación, los hombres hacen un contrato por el cual abandonan su derecho a gobernarse ellos mismos y lo dejan en manos de un individuo o grupo de individuos, a condición de que todos los hombres hagan lo mismo. El contrato se basa entonces en la suma de los intereses individuales y. tal como lo precisa Hannah Arendt, es del interés privado que nace el bien público. Así pues, aunque el individuo sólo vea su beneficio desde su punto de vista, sólo puede lograrlo al integrarse al pacto social. La multitud unida de este modo en una sola persona es denominada República, del latín civitas. Esta autoridad suprema se compromete a cambio del poder absoluto que todos le otorgan, a garantizar la paz, la seguridad y una vida confortable. El contrato acordado no puede ser luego revisado ni anulado. En efecto, el poder soberano no puede ser deshecho por el pacto que lo creó y toda sublevación de una parte del grupo sería ilegítima, pues no reuniría a la totalidad de los individuos.
La instauración de un Leviatán6 es entonces una necesidad absoluta para que, como dice Pierre Manent, las opiniones individuales pierdan su poder de muerte. Ese Dios mortal que garantiza paz y protección encarna la única elección racional. Ese totalitarismo permite, según Manent, hacer posible la paradoja que hace que el pensamiento de Hobbes sea al mismo tiempo la matriz de la democracia moderna, puesto que elabora la noción de soberanía establecida sobre el consentimiento de todos, y del liberalismo, pues elabora la noción de la ley como externa a los individuos. Leo Strauss ya afirmaba que Hobbes era el fundador de la doctrina del liberalismo, al declarar que el papel del Estado no es hacer al hombre virtuoso sino salvaguardar su derecho natural a la vida.
Los valores morales son por lo tanto posteriores a las leyes civiles, y el derecho no es más que una convención social. En el estado de naturaleza no existen más que leyes físicas, de las fuerzas a las que el hombre, en tanto ser natural, se ve obligado a obedecer. La moral nace en el espacio jurídico que crea el Estado. Como lo declara Hobbes al final del capítulo XIII: « cuando no hay poder común, no hay ley, y donde no hay ley, no hay injusticia ». Si las leyes definen lo justo, entonces no existe lo justo intemporal, ya que las leyes son contextuales y por ende cambiantes. Esto hace de la idea de justicia una norma autónoma y circunstancial para el mantenimiento de la soberanía. De este modo Hobbes rompe con la tradición del pensamiento premoderno surgido de la Antigüedad en relación a la existencia de un orden de verdad inmutable, independiente de toda voluntad humana y creador de valores. Al inaugurar esa ruptura, Hobbes, según Strauss, “toma el camino que conduce al escepticismo relativista”. Sin embargo, Strauss también ve en el pensamiento hobbsiano el fundamento de la teoría del derecho natural moderno7. Pues Hobbes funda la política sobre un derecho humano fundamental e inalienable: el derecho a la vida y a su conservación. De ese modo, el derecho más legítimo del Hombre se deriva de su pasión más potente: el miedo a la muerte. Hobbes convierte a ese deseo en fundamento de toda justicia y de toda moralidad, y cualquier acción tendiente a mantener ese derecho supremo es justa.
Todos los hombres son por naturaleza igualmente razonables cuando se trata de evaluar cuál es el mejor medio para conservarse a sí mismo. Por esa igualdad y por la ausencia de evaluaciones naturales, existe una pluralidad de criterios legítimos y posiblemente contradictorios unos con otros. Es por ello que para Hobbes la única justificación para preferir un criterio entre otros radica en su eficacia global. La relación establecida entre la justicia y la eficacia es un punto esencial de la filosofía de Hobbes. Alejándose de la búsqueda de evaluaciones naturales como norma de juicio, Hobbes opera un desplazamiento hacia la afirmación de la eficacia como único criterio del juicio de valores, una norma que es llevada a fluctuar en función de las circunstancias. Así pues, si el Estado condena a uno de sus ciudadanos a la pena de muerte, pidiéndole que renuncie a su derecho fundamental de vida, está haciendo caducar el contrato.
Hobbes escribe en el capítulo XXI del Leviatán que un hombre condenado a muerte justa y legalmente tiene el derecho de escaparse y de oponerse por todos los medios a los verdugos que quieren ejecutar la sentencia. Hobbes establece así, tal como lo señala Strauss, “un conflicto irresoluble entre los derechos del gobierno y los derechos naturales del individuo a su conservación” (Derecho natural e Historia, capítulo Va). En lo que se refiere al caso de la guerra, Hobbes plantea un derecho de “cobardía natural”.
Thomas Hobbes concibe el mundo en términos mecánicos, sin dejar lugar a la intervención divina, aunque debe un respeto a Dios. Innovador, se aleja de las teorías tradicionales donde la naturaleza es manejada por Dios. Para él, el orden natural se muestra indiferente con respecto a la existencia humana y está totalmente desprovisto de sentido intrínseco. Desde esta perspectiva, es inútil buscar en el cosmos una jerarquía de valores preestablecida. Esta visión reformadora del imaginario religioso es indispensable para liberar a los hombres de los miedos irracionales creados por la Iglesia, con el fin de restablecer los miedos racionales y útiles como el miedo a la muerte o a las sanciones infligidas por el soberano. De allí surge la crítica a la Iglesia Romana, acusada de haber abusado de las creencias del pueblo mediante la constante invención de dogmas nuevos con el único objetivo de maximizar sus beneficios. Si la religión en tanto elemento principal del imaginario colectivo del siglo XVII enmarca el pensamiento político, para Hobbes es al contrario el poder religioso que está subordinado al poder político y será el primero en proponer una teoría del Estado soberano como artífice puramente humano, nacido de un “contrato social” en una época en la que el poder del Rey es de esencia divina. El poder eclesiástico no es más que el poder de enseñar y no puede por lo tanto permitirse imponer reglas a los individuos. En ningún caso la Iglesia debe crear una dualidad en el poder. Hobbes dedica las partes III y IV del Leviatán a una reinterpretación de la Biblia, donde el poder ya no es legitimado por principios teológicos. De este modo, busca convencer a sus lectores de que el mensaje bíblico no exige de ellos más que la obediencia al soberano y la fe en algunos dogmas muy simples. A partir del momento en que la naturaleza ya no implica la existencia de fundamentos naturales trascendentes de lo bueno y lo justo, la idea de lo bueno y lo justo se limita al derecho a mantener el único bien supremo que es la conservación de sí mismo.
Cuando escribe, Hobbes excluye toda idea de gobierno mundial, puesto que el concepto de ciudadano mundial no hace eco a ninguna representación y en razón de la ausencia de personalidad a quien delegar los poderes de los ciudadanos. En el contexto de la Guerra de los Treinta Años, Hobbes piensa la soberanía dentro de las fronteras del Estado, y toda sociedad exterior se concibe en términos de confrontación o de riesgo de confrontación. No obstante ello, su modelo de un contrato social que transfiere su soberanía a una autoridad global y eficaz, por la concentración de los poderes, así como su consideración de las pasiones humanas, parecen pertinentes para la elaboración de una nueva arquitectura mundial. Aunque poner los poderes legislativo y ejecutivo en manos de un solo actor político supranacional que encarnaría la justicia y decidiría sobre la ética no representa una solución a escala mundial, la institución de un organismo transestatal potente -o por lo menos la remodelación de instancias intergubernamentales tales como la Organización de las Naciones Unidas, con medios reales para un accionar eficiente e imparcial- que supere el juego de los Estados, podría estar en medida de responder a las tensiones actuales, ya sean de orden político, económico, social o climático.
En efecto, la mundialización requiere de un sistema de gestión del planeta que, incluyendo al Estado, no se limite a él. Así, aun cuando la anarquía hobbesiana sigue predominando en un sistema internacional híbrido, donde los Estados siguen jugando un papel principal y los actores no estatales (redes terroristas, sociedad civil) trastocan el equilibrio tradicional, la ausencia de regulador mundial alimenta el carácter anárquico del sistema.
- El sujeto irradia la mayor parte de la obra (el cap. IV le está dedicado por completo) y plantea la base antropológica de la doctrina política de Hobbes.
- Hobbes increpa a los lectores escépticos con una serie de ejemplos que tienden a probar la naturaleza perniciosa del hombre observable en la sociedad, con el fin de determinar su carácter universal: « cuando sale de viaje lleva sus armas y trata de estar bien acompañado, cuando se va a dormir traba las puertas y, dentro de su propia casa, cierra cofres con llave, sabiendo que existen leyes y funcionarios públicos armados para vengar cualquier perjuicio que se le hiciere: que se pregunte qué opinión tiene de sus compatriotas, cuando viaja armado, de sus conciudadanos, cuando traba sus puertas, de sus hijos y su servidumbre, cuando cierra sus cofres con llave ».
- « La Naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en lo que respecta a las facultades de su cuerpo y mente que, aunque podamos encontrar a veces un hombre de una fuerza física manifiestamente superior o con una mente más ágil que otro, bien sopesada la diferencia de un hombre a otro no es sin embargo tan considerable como para que un hombre pueda reclamar al respecto para sí mismo una ventaja que otro no pueda pretender tener también » (Leviatán, capítulo XIII). Por otra parte, según Hobbes, prueba de la igualdad relativa de las facultades de la mente es que nadie tiene por costumbre reclamar más inteligencia de la que tiene: « en efecto, por lo general no hay mejor prueba de una distribución igual en todos los aspectos que cuando todos y cada uno están satisfechos con la parte que les toca ». Este argumento, Hobbes lo ha encontrado con seguridad en Descartes, que lo había utilizado efectivamente al comienzo de su Discurso del Método: « el sentido común es lo que mejor distribuido está en el mundo, pues todos creen tenerlo en tal medida que, incluso quienes son difíciles de contentar en otros aspectos no suelen desear más sentido común del que tienen ».
- Léo Strauss, en su libro Derecho natural e Historia, señala con razón que la experiencia sobre la cual Hobbes basa su teoría del estado de naturaleza es la de la guerra civil. Que toda su filosofía moral y política se basa entonces en “la observación de casos extremos”.
- Los únicos derechos inalienables son los que apuntan a proteger su vida: no se puede alienar “el derecho a resistir a quien le asalta por la fuerza para quitarle la vida” (cap. XIV).
- Hobbes elige el nombre de Leviatán, que toma del Libro de Job (40), pues atribuye al Soberano un poder y derechos absolutos.
- Considera que hubo, luego, una crisis de ese derecho natural moderno que ilustra con Rousseau y Burke. El criterio que guía su selección abarca las teorías que afirman que la desigualdad natural es conforme a la naturaleza humana.