TERRORISMO

Durante la primera década del siglo XXI, el problema del terrorismo generó muchos debates, incluyendo aquellos sobre la gobernanza de la lucha antiterrorista. En realidad esta problemática, consecuencia de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington (3.000 muertos, es decir el atentado más mortífero de todos los tiempos), focalizó la atención de los gobernantes sobre las potencialidades y los límites de las respuestas a un fenómeno que supera el marco de las fronteras estatales. Junto con el tema de la proliferación nuclear, el terrorismo constituyó durante unos diez años -hasta la muerte de Osama Bin Laden, uno de los principales artífices del atentado- uno de los dos grandes ítems geopolíticos de la primera década del tercer milenio.

Con la desaparición de Bin Laden y cierta desidia de las redes de Al Qaeda, la actualidad internacional se volcó hacia los problemas de la crisis económica y financiera iniciada en 2008. Sin embargo, aunque el terrorismo transnacional no haya podido reiterar el impacto provocado en la psiquis mundial en 2001, produjo de todos modos algunas decenas de atentados con miles de víctimas como resultado, principalmente en la gran medialuna musulmana que se extiende desde Marruecos hasta Indonesia. Muy contenidas en Occidente (totalmente en Estados Unidos), las células terroristas encontraron pues otros terrenos donde causar estragos.

El terrorismo es casi tan antiguo como el mundo. Por lo menos tan antiguo como las luchas de poder. Aterrorizar al adversario es una táctica que los Estados, los ejércitos y los grupúsculos practican desde hace miles de años. Sin embargo esta práctica fue amplificándose de manera regular desde la segunda mitad del siglo XIX, alentada por un lado por el cuestionamiento permanente del statu quo político en sociedades en transición rápida y, por otro lado, por el invento, hacia 1860, del arma ideal del terrorista: el explosivo (en un comienzo, la dinamita). Desde entonces, a lo largo de casi un siglo y medio, el terrorismo se vio sobre todo confinado a luchas de poder dentro de entidades políticas cerradas. En otros términos, grupúsculos donde los individuos que practicaban el terrorismo aspiraban a poner en jaque a un Estado, generalmente con el fin de provocar la chispa capaz de generar una revolución o debilitar a un gobierno. Por fuera del caso particular del terrorismo anarquista de principios del siglo XX, los grupos que practicaban esta forma de violencia estaban animados por el deseo de derrocar a un gobierno o incitar a una potencia extranjera a retirarse, discutiendo en ambos casos la legitimidad de los poderes vigentes. En términos prácticos, el terrorismo era la mayoría de las veces un asunto nacional, aun cuando la interferencia de gobiernos extranjeros en el apoyo a grupúsculos – por ejemplo en los países fascistas durante el período de entreguerras mundiales – podía dar al fenómeno un carácter internacional. Cierto es que las consecuencias imprevistas de un atentado podían tener efectos que superaran el marco de un país, tal como sucedió con el atentado de Sarajevo que desencadenó la Primera Guerra Mundial, pero la mecánica terrorista no dejaba por ello de ser la misma.

Tras la ola anarquista, que afectó a Europa durante la segunda mitad del siglo XIX, luego la revolucionaria a comienzos del XX (en Rusia en particular), la nacionalista durante el período entreguerras, la anticolonialista después de 1945 (Israel, India, Argelia, entre otros) y la neorrevolucionaria en los años ‘60 (Colombia, Francia, Alemania, Italia entre los años 1960-70), más los casos particulares de Palestina y el país vasco, una ruptura aparece en los años 1980. Se trata de la ruptura provocada por el surgimiento del islamismo radical, a través de Irán y luego de Afganistán, que produce un nuevo tipo de acción terrorista alimentada por un fervor religioso que infunde una energía particularmente potente a una nueva generación de combatientes muy decididos, notablemente organizados y apoyados por Estados u organizaciones que disponen de grandes medios económicos y a veces ofrecen santuarios a los combatientes. Apuntando prioritariamente a las ciudades y a los civiles, el islam combatiente de tipo Al Qaeda elige el arma del terrorismo no por necesidad o por carencia, como ocurrió durante muchos años en el caso de las organizaciones que seguían este camino por ser incapaces de montar un movimiento de guerrilla, sino porque constituye el último medio, según estas organizaciones, para dislocar partes enteras del planeta con vistas a transformar de arriba a abajo la configuración geopolítica mundial e invertir el curso de la historia.

Así pues, el paso de un terrorismo esencialmente “amateur” -aunque muy a menudo letal- a un terrorismo verdaderamente profesional es acompañado por objetivos extremadamente ambiciosos por parte de sus instigadores. Mientras que los terroristas se profesionalizan, los países blanco tardan en adaptarse a la nueva situación. En todos los casos, sólo los atentados provocan cierta reactividad por parte de los gobernantes. Así ocurrió con Estados Unidos que, mientras que Europa sufría una ola de atentados, estaban convencidos de que su país no corría peligro y se mostraron incapaces de reaccionar a la amenaza antes de 2001. Al mismo tiempo, el terrorismo patrocinado por los Estados, tales como Irán o Libia en algún momento, se dota de medios consistentes, pero los Estados que operan detrás de las organizaciones terroristas deben rendir cuentas a pesar de todo ante la comunidad internacional y están sujetos por tanto a represalias: tras la respuesta aérea de Washington en 1986, el coronel Gadafi puso fin a sus actividades terroristas. Por su parte Teherán “limitará” sus actividades ilegítimas a su zona de influencia.

En lo que respecta a las organizaciones que se reivindican como islamistas militantes, nacen y se desarrollan durante la invasión a Afganistán por las tropas rusas, iniciada en 1979, es decir el mismo año que la revolución iraní. El flujo masivo de extranjeros que llegaron a ayudar a la resistencia afgana produjo igual cantidad de redes potenciales de terroristas cuando aquéllos regresaron a su país después de la guerra. Además del episodio de Argelia, la guerra de Afganistán generó las células que luego se convirtieron en “Al-Qaeda” (“La base”) y cuyos dirigentes quieren proseguir con la “guerra santa” más allá de las fronteras de Afganistán. En los comienzos de los años 1990 es cuando el terrorismo cobra una dimensión internacional e incluso transnacional, puesto que los terroristas formados en Afganistán, donde Al Qaeda es protegida por el gobierno talibán, son enviados hacia otros países para cometer atentados. Al mando de Bin Laden, un saudita de origen familiar yemenita, y de Ayman Al-Zawahiri, un cirujano de origen egipcio, Al Qaeda se transforma en una temible organización cuyos tentáculos desconocen las fronteras.

Organizada como una multinacional que opera con franquicias independientes, Al Qaeda saca su fuerza tanto de sus capacidades de comunicación -en la manera en que logra transmitir una ideología- como del poderío de su organización. Frente a ella, los Estados que son tomados como blanco, empezando por los Estados Unidos, son incapaces de percibir la envergadura del fenómeno, y menos aún de frenarlo a tiempo. En esa época -los años ’90- los países se resisten a compartir sus informaciones sobre las redes terroristas y los organismos encargados del tema son por lo general incompetentes (salvo en contados casos como el de Israel), no tienen agentes que manejen los idiomas de las redes terroristas y suelen tener presupuestos bajos para operar correctamente. Más grave aún, sus diversas agencias, por ejemplo el FBI (encargado de la seguridad interna estadounidense) y la CIA (encargada de la seguridad exterior) se resisten a colaborar entre ellas. Por último, la tendencia en los servicios de inteligencia occidentales y particularmente norteamericanos, es la de remplazar la información humana por el tratamiento de información por computadora, lo que produce efectos desastrosos ya que la lucha antiterrorista pasa en primer lugar por la identificación y el desmantelamiento de redes. Estos servicios, concebidos dentro del marco de la Guerra Fría para combatir a una superpotencia, se muestran incapaces de enfrentar a un enemigo marginal, invisible y, en términos de relación de fuerza clásicos, insignificante. Resultado: en una década, un pequeño puñado de individuos desconocidos para el público general, sin Estado ni legitimidad política, logra hacer tambalear a la hiperpotencia norteamericana.

La serie de atentados fomentada por Al Qaeda, que culmina con el del 11 de Septiembre, demostrará crudamente hasta qué punto el mundo está desprovisto de ideas, de medios y de instituciones para tratar un problema que no sólo abarca los límites del uso de la fuerza sino también la dificultad para controlar las redes financieras internacionales (para los fondos destinados a la organización de atentados), la dificultad para ponerse de acuerdo sobre los sistemas penales y judiciales confinados exclusivamente a los Estados, la debilidad de la jurisdicción internacional en materia de terrorismo, las reticencias de unos y otros para ponerse de acuerdo sobre el tema, etc. Sólo a modo de ejemplo, ¡la ONU tendrá que hacer penosos esfuerzos durante muchos años para llegar apenas a una definición del terrorismo considerada como aceptable por la totalidad de sus Estados miembros!

Frente a ese gran vacío, la improvisación tiende a remplazar a una verdadera organización de lucha antiterrorista. A pesar de todo, empleando unos medios extraordinarios -los Estados Unidos destinan miles de millones de dólares a la lucha antiterrorista desde 2001, sin contar el gesto de la invasión a Afganistán- Occidente logra globalmente contener la amenaza: entre 2001 y 2011 sólo se cuentan dos atentados en Europa (Madrid y Londres) y ninguno en Estados Unidos. Sin embargo, contener no significa erradicar y globalmente nada hace pensar hoy que el terrorismo se esté debilitando. En este campo, el abismo entre países ricos y países pobres es tan flagrante como en materia de salud o de economía, y no es sorprendente que los grupúsculos terroristas se hayan replegado hacia zonas desfavorecidas como el Sahel, probando que la lucha antiterrorista basada en las capacidades de los Estados individuales no hace sino desplazar el problema hacia lo del vecino.

¿De qué manera, entonces, avanzar en la lucha global contra el terrorismo? Además de la voluntad de unos y otros por combatir el flagelo, es imperativo dotar a la comunidad internacional de medios de respuesta que superen el marco de los Estados. Un primer paso consistiría en crear algo que hoy es una gran carencia: una organización mundial de lucha antiterrorista capaz de centralizar los datos, reunir las capacidades y experiencias, formar y entrenar a las fuerzas de seguridad y educar al público. La jurisdicción internacional también debe avanzar notablemente: el escándalo de Guantánamo -donde sospechosos habían sido encarcelados durante años sin ningún respeto de la ley- demuestra el vacío existente en este ámbito.

Así pues, hay cierto número de preguntas fundamentales que todavía no han encontrado respuesta. ¿Cómo juzgar a un individuo acusado de haber organizado o cometido un atentado? El problema es simple pero las soluciones actuales siguen siendo insuficientes. ¿Cómo evitar que un gobierno explote la amenaza terrorista para limitar las libertades civiles? Es un problema complicado en relación al cual suelen faltar barreras de contención, inclusive en los países con reputación de ser los más democráticos ¿Cómo proscribir la tortura de los sospechosos? El terrorismo tiende a hacer brotar lo peor que hay en el ser humano, pero también en los gobiernos que se supone que van a combatir el terror y a veces terminan cayendo en el error de justificar los medios empleados por el carácter innoble del acto terrorista. En este ámbito, muchos son los abusos que violan las reglas más sencillas de los derechos humanos. Convendría en un futuro remediar firmemente este asunto, pues los mecanismos actuales no están a la altura de la situación, sobre todo cuando se trata de países acostumbrados a dar lecciones a los demás sobre este tema.

Tras los atentados de 2001 muchos países desarrollaron medidas preventivas de seguridad aumentadas y lograron acrecentar la cooperación, el flujo y el tratamiento de la información ligada a las actividades terroristas. Pero habrá que ir mucho más lejos para prevenir el surgimiento de nuevas generaciones de terroristas. Para actuar de manera eficaz, la simple cooperación interestatal ya demostró ser insuficiente y sólo la implementación de instituciones y mecanismos internacionales posibilitará pasar a una etapa superior. El impacto del terrorismo tiene que ver con la irracionalidad aparente del atentado. Para minimizar ese impacto, primer paso en la erradicación del flagelo, hay que empezar por actuar de manera racional, eficaz y concertada.