DESIGUALDADES

Los seres humanos nacemos iguales. Potencialmente, todos podemos desarrollar desde el kilómetro cero de nuestro viaje vital, una enorme variedad de habilidades, experiencias y sentimientos. Pero las oportunidades que se nos ofrecen al nacer como al largo de la vida son desiguales. Nuestro sexo, color de piel, país de nacimiento, religión o situación económica familiar entre otros aspectos, determinan las facilidades y obstáculos que vamos a encontrar cuando venimos al mundo. Más adelante otros factores se añadirán, como el tipo de educación, el entorno emocional y económico familiar, el contexto social y político, así como aún más tarde, la situación profesional, para determinar nuestra evolución en sociedad. Todas estas condiciones perfilarán, por un lado, la variedad cultural, social, psicológica y emocional de nuestras diferencias, y por otro, la ineludible condición material, económica, política y de poder de nuestras desigualdades. Así, si la diversidad social debe ser motivo de enriquecimiento y unión, la desigualdad puede ser motivo de empobrecimiento, separación y conflicto.

 

Más allá de los factores que las motivaron, las desigualdades pueden valorarse con la vara de medir de la ética y de la justicia, para determinar lo que es aceptable o lo que no. Así, en primer lugar podemos diferenciar entre desigualdad legítima e ilegítima. La desigualdad legítima es resultado de las condiciones mencionadas antes, y que la sociedad corrige mediante mecanismos de compensación económicos, culturales o educativos que responden a la idea legítima, es decir, aceptada por toda la comunidad, de proveer a todos, condiciones suficientes para lo que se considera una vida justa y digna. Por oposición, la desigualdad ilegítima se genera en una sociedad como la actual, en la que esos mecanismos o no existen, o existen en cantidad y calidad insuficientes, o no se aplican en la escala del territorio adecuada, o retroceden alarmantemente en países que los aplicaban hasta ahora. La desigualdad ilegítima es una de las mayores lacras de nuestro tiempo, y ha crecido exponencialmente con la crisis económica y financiera iniciada en 2008, acompañada por la multiplicación de políticas neoliberales, el ascenso del desempleo y la desaparición de muchos servicios públicos. Pero las desigualdades actuales se asocian a una civilización, la capitalista, cuya primacía del desarrollo individual, disociado o incluso depredador de su entorno, relega a un segundo plano los valores de cuidado colectivo, de servicio entre seres humanos y de bien común. Una consecuencia trágica de las desigualdades económicas extremas que sufre la comunidad mundial actual son las miles de personas que mueren cada día víctimas de hambre en un planeta abundante de alimentos, de enfermedades para las que existen remedios, o en conflictos armados que se presentan como luchas de poder para unos y oportunidades de negocio que benefician a otros.

 

A escala global la desigualdad produce desequilibrios entre los que tienen más recursos y entre los que menos; entre los que tienen más derechos y oportunidades y los que menos; entre los países y regiones más ricos y los más pobres; entre personas sabias e informadas, y personas ignorantes y desinformadas; entre hombres y mujeres, entre nacionales y extranjeros, y entre la humanidad y la biosfera, entre otros.

 

La gestión de una equidad económica es una responsabilidad social universal.

¿Por qué los recursos no se distribuyen adecuadamente entre las personas? Quizás la ciudadanía y una parte significativa de la clase política de los países más desarrollados perciben la desigualdad ilegítima como un fenómeno inevitable asociado a la supuesta indolencia o conflictividad de ciertas personas y pueblos, o a la supuesta mala fortuna climática y geológica de ciertas regiones, y no tienen en cuenta factores realmente determinantes como la dependencia comercial de estos países pobres, cuyos bienes y recursos son extraídos y exportados a precios abusivos para perpetuar la acumulación de los intermediarios y hasta hace poco, antes de la crisis, el relativo bienestar de unas clases medias despreocupadas y engañadas en el Norte y cada vez más también en el Sur.

 

Así, el 2% entre los más ricos posee más de la mitad de la riqueza de los hogares en el mundo. El 10% más rico controlan el 85% del total de los activos globales y la mitad inferior de la humanidad posee menos del 1% de la riqueza. Los tres hombres más ricos del mundo tienen más dinero que los 48 países más pobres. Esto es solo una muestra de un problema que a pesar de su mayor complejidad, apela sin duda a un sentido de justicia. El abismo que separa sociedades, familias y países no es solamente contrario a la dignidad y a los derechos y responsabilidades humanas, sino que impide la creación colectiva de riqueza y de calidad de vida. Una sociedad desigual es una sociedad enferma, expuesta a la fractura social, a la incapacidad de desarrollarse y a la aparición de serios conflictos. Por otro lado, pretender una igualdad absoluta es una quimera y además es contraproducente. Las acciones encaminadas a ello pueden acarrear resultados nefastos como un exceso de burocratización, de control político, de ausencia de libertades y de parálisis social, tal como lo demostraron los regímenes comunistas en Europa Oriental y la Unión Soviética.

 

La cuestión que cabe plantearse en la actualidad es cómo reequilibrar el mundo, es decir, cómo desarrollar y generalizar una situación intermedia entre los extremos de la desigualdad ilegítima actual y de un igualitarismo uniforme imposible y distópico. A esta condición intermedia se puede llegar mediante una nueva gobernanza que, entre otros aspectos, considere la equidad económica como una responsabilidad social universal, y vele por la consecución de políticas internacionales e intranacionales capaces de llevarla a cabo. Reglas y políticas de una robustez social mucho mayor que los mecanismos empobrecidos, insuficientes y amenazados del Estado del bienestar actual. Una sociedad que ambiciona la justicia y la eficiencia al mismo tiempo, debería además diseñar el establecimiento de ingresos máximos y mínimos entre personas, así como de redistribución de recursos entre los territorios. Para ello deberían definirse baremos de valores entre los cuales una sociedad podría oscilar para erradicar la desigualdad ilegítima. Los valores mínimos deberían ir mucho más allá de la insuficiencia o difícil suficiencia de los actuales salarios mínimos, y garantizar una existencia digna y holgadamente confortable a personas y familias. Los valores máximos no deben medirse en función de la escasez de mercado de los productos y servicios ofrecidos. En su lugar, hará falta repensar y restituir el valor de cada profesión y tarea en función de su utilidad y su impacto real e integral en la sociedad y en la naturaleza.

 

Igualdad de derechos, de oportunidades y de acceso a bienes y servicios

La desigualdad de derechos y de acceso a oportunidades guarda, en la sociedad capitalista, una estrecha relación de causa a efecto, y a la inversa, con la desigualdad de ingresos y de recursos, pero también con otras discriminaciones por motivo de género, color de piel, religión, lengua, ideología política, orientación sexual y otros. Por ejemplo, las clases bajas tienen en una mayoría de países un acceso a una educación de calidad menor que a su vez dificulta el ascensor social y perpetúa la desigualdad económica. Ocurre lo mismo en el sistema jurídico, en el cual una persona con más recursos tiene más posibilidades de ser absuelto o de ganar un caso frente a otra con menos recursos. Los grupos desfavorecidos presentan generalmente más problemas sanitarios, psicológicos, de seguridad y de integración social que los grupos privilegiados.

 

Estas discriminaciones se explican en gran medida por la existencia histórica de relaciones de poder entre grupos. Así, si los hombres son privilegiados respecto a las mujeres, los blancos respecto a grupos con diferentes colores de piel, los ricos respecto a los pobres, o el conjunto de los seres humanos respecto a la naturaleza, es porque cada uno de estos grupos y realidades han jugado, desde tiempos inmemoriales, un rol como dominantes o dominados. El sexismo, el racismo, la xenofobia o la avaricia son rasgos implícitos de las sociedades humanas en diversos grados, para cuya eliminación se ha demostrado que no basta con promulgar leyes sino que son necesarios también procesos de profunda liberación psicológica, especialmente en el caso de los sectores sociales subordinados que aceptan la dominación.

 

La igualdad como un principio del ordenamiento jurídico internacional.

Una sociedad justa, responsable y sostenible debe fundarse en un régimen de gobernanza que incluya entre sus principios una igualdad integral, entendida como un derecho natural inapelable para todas las personas sin distinción de sexo, color de piel, casta, lengua, ideología política, orientación sexual, ingresos o nacionalidad, entre otros, y que afecta también a la gestión de un equilibrio con la naturaleza. Esta igualdad debe declinarse en tres variables que corresponden a las desigualdades señaladas más arriba: equidad económica, igualdad de derechos y oportunidades, e igualdad ante la ley entre diferentes categorías de personas. En la actualidad muchos Estados del planeta reconocen los Derechos humanos como una fuente de sus jurisprudencias y reconocen al menos parcialmente estas tres facetas de la igualdad, pero este estado de precariedad y fragmentación jurídica no es suficiente para resolver los problemas de desigualdad en la era de la mundialización. Bajo una nueva gobernanza mundial, la igualdad en todas sus dimensiones se convertiría en un principio del ordenamiento jurídico internacional de obligado cumplimiento. Por supuesto, el conjunto de este ordenamiento jurídico respondería a un sistema de cosoberanía articulada y compartición de competencias entre las diferentes escalas del territorio, muy diferente del sistema de falsas y artificiales independencias que representan los casi 200 Estados nación en el contexto de una mundialización consolidada.